CAPÍTULO 7: La última palabra
La lluvia caía sobre la ciudad sin piedad. No como una tormenta, sino como una confesión. Lenta. Constante. Ineludible.
Abril llegó a la estación con una mochila pequeña y la chaqueta de Gabriel, esa que encontró doblada con cuidado entre los pocos restos que le devolvieron del hospital militar. No sabía por qué estaba allí. O sí: tal vez buscaba algo que no tenía forma. Una respuesta, una señal, un final.
En su libreta, había una dirección escrita con letra ajena. Una nota añadida a la carta de Gabriel, garabateada en el margen inferior:
“Si alguna vez decides entender todo, busca en esta estación. Andén 3. Día 245. Hora 06:45.”
Era el día 245 del calendario.
La estación estaba casi vacía, como lo estuvo aquella vez.
Abril se sentó en una banca, frente al reloj grande de la plataforma. Eran las 06:39. Afuera, el mundo parecía esperar junto con ella. Pero no llegó nadie.
06:45. Nada.
06:50. Una madre con un niño pasó corriendo, sin mirarla.
06:52. Abril cerró los ojos. “Ridícula,” pensó. “¿Qué esperaba? ¿Un milagro?”
Entonces, alguien se sentó a su lado.
No fue un sonido. Fue un olor. Tabaco rubio. Y café.
Giró lentamente.
Era Damián. Más delgado. Con barba. Pero con los mismos ojos.
Y una herida visible en el cuello, como una firma del pasado.
Ninguno habló.
Solo se miraron. Largo. Profundo.
Hasta que Abril dijo:
—¿Cómo supiste?
Damián sacó un cuaderno. Uno de los suyos. Lo abrió por la mitad.
Una página arrancada.
—No lo supe —respondió—. Solo volví a los lugares donde alguna vez dijimos la verdad.
Abril miró su termo, el mismo que había llevado aquella vez.
Estaba vacío.
—No tengo café —murmuró.
Damián sonrió apenas.
—Tampoco yo tengo palabras.
Ambos rieron. No como antes. Pero como si aún pudieran.
Y entonces, Abril sacó algo de su mochila.
Una carta. Sellada. Nunca abierta.
—Esto llegó ayer. Desde el correo del frente. A nombre de Gabriel.
Damián la tomó. La abrió con cuidado.
Pero no era de Gabriel.
Era de ella misma, escrita meses atrás y extraviada en los sistemas de correo militar.
La leyó. En silencio.
Damián,
Si estás leyendo esto, es porque sobrevivimos. Y eso ya es milagro suficiente.
No sé si nos volveremos a ver. Pero quiero dejarte esta última palabra.
Gracias.
No por amarme. Sino por escuchar incluso cuando no dije nada.
Y si alguna vez volvemos a encontrarnos, no traigas flores. Trae café.Porque si algo aprendí de la guerra, es que el amor no se demuestra gritando.
Se demuestra quedándose.
Damián bajó la carta. La dobló con lentitud.
—Llegó tarde —dijo.
—Como todo lo nuestro —respondió Abril.
Se quedaron ahí, en silencio, bajo la lluvia, que ahora golpeaba el techo metálico de la estación como un aplauso lejano.
No se abrazaron. No se besaron.
Solo se quedaron.
Y eso, para ambos, fue suficiente.
Pero cuando el reloj marcó las 07:00, un hombre con uniforme viejo se acercó con paso firme.
—¿Abril Ortega?
Ella se puso de pie.
El hombre sacó un sobre negro. Oficial. Sellado.
—Esto fue encontrado en una base abandonada. En una caja oxidada junto a un termo.
Ella lo abrió.
Dentro, la última carta de Damián.
Pero en su puño y letra.
Solo que… con fecha de dos meses atrás.
El Damián que estaba a su lado... no había podido escribirla.
No desde el accidente.
No desde que perdió movilidad en la mano derecha.
Abril lo miró. Atónita.
—¿Cómo…?
Damián alzó los hombros, y por primera vez, habló con calma.
—A veces, la última palabra no la escribe uno. Solo la deja lista. Y alguien más la encuentra.
Ella leyó el final de la carta en voz alta:
Si nos volvemos a ver, no preguntes por el pasado. Pregúntame si aún puedo verte sin dolor. Y si la respuesta es sí… entonces quizás aún quede algo.
Ella lo miró.
—¿Puedes?
Él respiró hondo.
—No lo sé. Pero estoy aquí.
Abril cerró los ojos. Y sonrió.
Siguieron en la estación, sin moverse. La gente comenzó a llenar los andenes como si no existieran. Como si fueran fantasmas. O testigos invisibles de algo que solo ocurre una vez en la vida.
Abril sostenía la carta con manos firmes, pero el corazón le pesaba como nunca antes.
Habían pasado demasiadas cosas. Demasiadas pérdidas.
Y sin embargo, él estaba allí.
Damián se acomodó en la banca, le ofreció su termo, esta vez con café.
—No sabía si vendrías —dijo.
—Yo tampoco sabía si quería que estuvieras —respondió ella, sin dureza. Solo con verdad.
Él asintió. Habían aprendido a hablar así: sin adornos.
—¿Qué sigue? —preguntó Damián.
Silencio. Largo. Profundo.
Entonces Abril dijo:
—Gabriel murió intentando volver. No a casa. A sí mismo.
Yo... no quiero terminar como él. Reuniendo trozos y creyendo que eso es vida.
Damián bajó la mirada.
—¿Eso significa que no hay nada que reconstruir?
—No lo sé. Pero no quiero reconstruirnos. Quiero empezar otra cosa. Algo sin ruinas de por medio.
Él la miró. Por primera vez en meses, sin miedo.
—¿Contigo?
—Conmigo, sí. Pero no como antes. No quiero “volver”. Quiero ir hacia algo nuevo. Aunque sea sola.
La pausa fue breve, pero decisiva.
Damián se levantó. Caminó unos pasos hacia el borde del andén. La lluvia había parado. Solo quedaba esa luz gris que deja el cielo después de una tormenta.
—Entonces hazlo —dijo, sin girarse—. Si tienes que ir, ve. Pero no digas que te vas por mí. No esta vez.
Abril se quedó en su sitio. No lloraba. Ya no.
Lo siguió. Se detuvo a su lado.
—Me voy. Pero no para huir. Me voy para encontrar lo que aún no sé decir.
—¿Y si ya lo has encontrado y solo te da miedo verlo?
Ella suspiró.
—Entonces, ojalá me lo digas en una carta que llegue a tiempo.
Damián sonrió con tristeza. La misma que guardan los que aman sin garantía.
—Y si nunca la envío… —murmuró.
—Entonces escribiré la mía.
Se miraron. Por última vez.
Y sin abrazo. Sin beso. Solo con las manos rozándose, como un eco del pasado, Abril subió al tren que partía.
No se giró. No hizo el gesto de despedida.
Solo se quedó de pie, mirando al frente, como quien por fin elige el futuro.
Damián la observó hasta que el tren desapareció. Luego caminó hacia la banca vacía.
Se sentó.
Y escribió una sola línea en su cuaderno:
“A veces, la última palabra no se dice. Se deja ir.”
Epílogo (breve)
Años después, una joven periodista encuentra un libro en una librería de segunda mano, firmado por “A.O.”
El título: “Crónicas del eco: lo que no se dijo.”
En la dedicatoria, una sola frase:
“Para los que hablaron tarde, pero sintieron a tiempo.”
Fin.
Publicar un comentario