CAPÍTULO 6: El silencio que queda
El timbre sonó a las seis y media de la mañana. Esa hora en que la ciudad aún está suspendida entre el sueño y la costumbre, y las malas noticias golpean con más fuerza.
Abril no esperaba a nadie.
Cuando abrió la puerta, una vecina —de esas que apenas saludan— le entregó un sobre con los ojos bajos.
—Lo dejó un hombre anoche. Me pidió que te lo diera si no regresaba.
—¿Quién?
—No dijo su nombre. Solo que era urgente.
Abril sintió un frío distinto. No el del clima, sino el de las premoniciones. El sobre estaba sellado con cinta médica. El remitente: Gabriel Ortega, Zona Este. Hospital Militar Provisional.
Su hermano.
Corrió al interior, rasgó el papel, y sacó dos hojas escritas a mano, con letra irregular. Apenas empezaba a leer, cuando sonó su teléfono.
El número era desconocido. La voz, firme. Militar.
—¿Señorita Ortega? Lamentamos informarle que su hermano, Gabriel Ortega, falleció anoche debido a complicaciones por una herida no tratada a tiempo. Se encontraba sin identificación oficial, pero lo reconocimos por los papeles encontrados en su mochila.
El mundo de Abril se achicó. La voz siguió hablando, pero las palabras se diluyeron como tinta en agua. No colgó. Solo dejó caer el celular sobre la mesa.
Miró la carta en sus manos. Ahora temblaban.
Y empezó a leer.
Carta de Gabriel:
Abril,
Si estás leyendo esto, es porque he hecho algo que no sé si merezco perdón.
Estuve cerca de ti muchas veces. Demasiadas. En la misma ciudad, en el mismo barrio. Pero no supe cómo mirarte sin que te dieras cuenta de quién me había convertido. Me volví un hombre que sobrevivía, no uno que vivía.
Sí, fui parte de esas operaciones. Fui “Alacrán”. Elegí ese camino por miedo. Por obediencia. Por rabia también. A veces, por creer que hacía lo correcto. Me equivoqué. Lo sé.
El día que encontré a Damián bajo los escombros, supe que el círculo se había cerrado. Él me miró. No me dijo nada. No me delató. Lo ayudé porque era él. Y porque era tuyo. Como tú siempre fuiste mía, de alguna manera que nunca entendí.
No quiero que me perdones. Solo quiero que sepas que lo intenté. Que llegué tarde a casi todo, pero que en mis últimas horas, mi única certeza eras tú.
Guarda esta carta donde guardas tus notas. No como una prueba. Sino como un final.
Gabriel.
Abril leyó la carta sin llorar. Las lágrimas ya no sabían cómo salir.
El silencio que dejó Gabriel era distinto al de Damián. No era ausencia. Era un eco. Un reflejo roto. Una herencia amarga.
Horas después, fue al cuarto de su madre. En la cómoda donde se guardaban viejos álbumes, encontró una caja que nunca había visto. Dentro, recortes de periódicos, fotos manchadas, cartas oficiales que el padre había escondido. Entre ellas, una revelación: Gabriel nunca fue forzado a enlistarse. Fue voluntario. Y su padre lo ayudó.
Ese fue el verdadero quiebre.
La traición no venía solo de la guerra. Venía del hogar. De la raíz.
Abril salió al balcón, encendió la grabadora. Reprodujo la voz de Damián por última vez. Luego, la apagó.
Ya no quedaba nada por escuchar.
Esa misma noche, Abril tomó una decisión.
No contestó llamadas. No escribió. No volvió a su casa.
Solo dejó una nota en la puerta:
“El amor no siempre basta. Pero aún así, me voy a buscarlo.”
Nadie supo a dónde.
Ni cuándo.
Solo que su voz volvió a escucharse, semanas después, en una crónica firmada desde una frontera sin nombre.
Un testimonio de guerra.
Y de amor perdido.
Damián despertó en un hostal sin nombre, cerca de la frontera. La radio vieja zumbaba estática, y el sol entraba a través de una cortina rota, como si quisiera iluminar solo a medias.
Había estado moviéndose de lugar en lugar durante semanas. Escribiendo para sí mismo. Entrevistando a nadie. Mirando pueblos quemados por dentro y por fuera. El periodismo ya no era una vocación, sino un intento de no quebrarse por completo.
Se servía café instantáneo cuando el encargado del hostal se acercó con un sobre blanco manchado por la lluvia.
—Para usted. Llegó ayer por un conocido suyo. No dejó nombre.
Damián lo tomó con cuidado. La letra era conocida. De otra vida.
“Para Damián, si aún cree en lo que no se dice.”
La carta era de Gabriel.
Su garganta se tensó. Se sentó en el borde de la cama y comenzó a leer, como si cada línea pesara más que la anterior.
Carta de Gabriel (a Damián):
Damián,
No espero que me perdones. En realidad, nunca esperé que esta carta te llegara, pero si lo hace, es porque aún hay alguien que cree que algunas cosas deben decirse.
No te disparé el día que te reconocí. Pude hacerlo. Tenía el arma, la orden, y la excusa. Pero no lo hice. No porque seas tú, sino porque ella —Abril— me recordó que antes de la guerra fui algo más que este uniforme.
Fui su hermano. Tu enemigo. Su sombra. Pero también su reflejo. Y eso, de algún modo, te incluye.
Sé que estás herido. Yo también. Pero no podemos pretender reconstruir nada si seguimos escondiéndonos en los escombros.
No busco redención. Ni siquiera comprensión. Solo que la próxima vez que la mires, si es que hay una próxima vez, lo hagas con los ojos abiertos. No repitas el error de amarla a medias.
Porque a veces el amor no salva. Pero puede evitar que alguien se hunda del todo.
G.
Damián cerró los ojos. De repente, el silencio dentro del cuarto se volvió más denso. Gabriel estaba muerto. Abril estaba desaparecida. Y él... él no sabía si estaba vivo o solo funcionando.
Sacó su grabadora. Tenía meses sin usarla. Reprodujo un viejo archivo de voz. Uno de los últimos que grabó en el frente:
“Hay días en los que el sonido de una respiración se confunde con el del miedo. Y hay noches en las que lo único que queda es una pregunta: si salimos de aquí, ¿seremos los mismos?”
No lo eran.
Ese día, Damián escribió una carta.
Pero no la envió.
La dejó en el borde de un puente sin nombre, dentro de una caja oxidada. Junto a un termo, como el que ella usó aquella vez en la estación.
La carta decía:
Abril,
No sé si estás viva. No sé si aún crees en lo que fuimos. Solo sé que sigo buscando tu voz entre los escombros. Y a veces, la encuentro en mi silencio.
Si esta carta llega tarde, no la llores. Llévala contigo. Como una piedra más en la mochila. Como una prueba de que incluso los que no supieron amar bien, amaron de verdad.
D.
Esa noche, el viento soplaba con fuerza sobre la carretera. Y alguien —quizás un niño, quizás un soldado— encontró la caja.
La abrió. Leyó las palabras.
Y por un momento, aunque no entendió nada, sintió que alguien había amado con tanto peso, que hasta el silencio podía contarlo.
Publicar un comentario