CAPÍTULO 1: Dos mundos que chocan
El sol de las ocho de la mañana caía sobre Bahía Clara con esa clase de luz que hacía brillar todo, incluso lo que la gente prefería no mirar. El muelle olía a sal, a redes secándose, a madera vieja. Y ahí, entre ese caos cotidiano, estaba Alma Verona, con una caja de pan recién horneado en los brazos y el cabello atrapado en una trenza que siempre se deshacía demasiado rápido.
Había crecido en ese pueblo costero. Era hija de pescadores y dueña—por obligación más que por orgullo—de los turnos eternos en la cafetería de su madre, “El Faro Azul”. Conocía la rutina de memoria: servir café a los marineros, limpiar mesas, atender turistas despistados, y hacer equilibrio con bandejas demasiado llenas porque no había quien la reemplazara en casa.
Ese día no era distinto… hasta que lo fue.
A unos metros del muelle, un auto negro, elegante, con vidrios polarizados y demasiada presencia para ese lugar, se detuvo frente a la vieja caseta de información turística. Del asiento trasero bajó un chico que parecía recién salido de una revista: mochila nueva, zapatillas blancas, auriculares enormes y esa postura de quien nunca ha necesitado correr para alcanzar nada.
Él era Elian Moretti.
Diecisiete años. Hijo único. Acostumbrado a capitales, escuelas privadas, veranos en el extranjero. Había llegado a Bahía Clara porque su padre, arquitecto famoso y siempre ausente, había decidido que pasar unas semanas cerca de su madre —recién instalada en una casa enorme con vista al mar— sería “bueno para su estabilidad emocional”.
Elian no sabía si eso significaba castigo o premio.
Alma tampoco tuvo tiempo para averiguarlo.
Porque, mientras equilibraba la caja de pan y bajaba con prisa del muelle hacia la calle principal, él dobló justo en la esquina contraria. No se miraron. No calcularon distancia. No escucharon nada más que el propio apuro.
Y chocaron.
La caja voló. El pan cayó sobre el pavimento como si quisiera escapar de ambos. Elian retrocedió un paso, sorprendido; Alma, en cambio, se quedó inmóvil, con los hombros tensos y el orgullo herido.
—¿Por qué no miras por dónde vas? —soltó ella, recogiendo los bollos antes de que se llenaran de arena.
Elian se agachó también, más por reflejo que por culpa.
—Perdón, no te vi. —Levantó un pan y lo observó—. ¿Esto sigue usable o ya arruiné tu mañana?
Alma le arrebató el pan de la mano.
—No te preocupes. No es como si para ti arruinar cosas fuera tan grave —murmuró, sin pensar.
Él la miró con una mezcla de ofensa y desconcierto.
—¿Qué se supone que significa eso?
Ella suspiró.
Ya había hablado de más.
—Nada. Solo… que ahora tendré que explicar por qué traigo la mitad del pedido en el piso.
Elian quiso ayudar otra vez, pero Alma cerró la caja con un golpe leve.
—Déjalo. Mejor ve por donde ibas.
Él se incorporó, guardándose las manos en los bolsillos.
Algo en su voz cambió.
—De verdad lo siento —dijo, sincero esta vez—. Si quieres, puedo comprarte nuevos panes o…
—No —lo interrumpió ella—. Tú eres de los que creen que todo se arregla pagando, ¿no?
Elian arqueó una ceja.
—¿Y tú eres de las que creen que todos los que tienen un auto bueno son idiotas?
Ella se quedó callada.
Él también.
El viento salado sopló entre ambos como una frontera invisible.
Finalmente, Alma apretó la caja contra su pecho y dio media vuelta.
Elian la vio alejarse.
Y aunque no lo admitió, le llamó la atención la fuerza con la que caminaba. O quizá la forma en que la luz del muelle le iluminaba el rostro.
Alma tampoco lo admitiría nunca, pero mientras avanzaba hacia la cafetería, pensó en los ojos del chico: no eran arrogantes, como esperaba. Eran… curiosos. Y un poco tristes.
Tal vez la vida de cada uno estaba en un extremo del mapa.
Pero ese choque —literal y simbólico— había dejado una marca.
Una chispa pequeña.
Frágil.
Negada por ambos.
Y ni Alma ni Elian sabían que ese accidente mínimo sería el inicio de algo que ninguno estaba listo para enfrentar.
El Faro Azul estaba casi lleno cuando Alma Verona entró con la caja de pan golpeada contra su pecho. El aroma a café recién molido era tan cálido como siempre, pero ella apenas lo notó. Su madre, Marina, giró desde la máquina de espresso con una ceja levantada que decía más que cualquier pregunta.
—¿Y eso? —señaló la caja deformada.
—Accidente —respondió Alma, dejándola sobre la barra—. De camino choqué con alguien.
—¿Con alguien o con algo? —insistió Marina.
Alma pensó en los ojos de Elian Moretti, en su voz mezcla de disculpa y fastidio, en la forma en que parecía no encajar en el paisaje del muelle.
—Con alguien. Nuevo en el pueblo.
Marina chasqueó la lengua, pero no preguntó más. Con el tiempo había aprendido que Alma solo ofrecía detalles cuando tenía ganas. Y, por alguna razón, ese encuentro no era algo que quisiera desmenuzar… todavía.
Mientras atendía las mesas, la imagen del choque seguía repitiéndose en su mente como una película mal editada. Elian agachándose para recoger el pan. Las zapatillas blancas manchándose con polvo del muelle. Esa disculpa que había sido torpe, pero genuina.
No tenía por qué pensar en él.
Pero lo hacía.
En la otra punta del pueblo, Elian caminaba al lado de su madre, Catalina Moretti, quien no dejaba de hablar sobre la tranquilidad del lugar.
—Te hará bien, Elian. Ya verás. Bahía Clara tiene otra energía. Aquí podrás respirar.
Él no respondió. No habría sabido cómo explicar lo que sentía. Ni siquiera llevaba una hora en el pueblo y ya había chocado con una chica que lo había juzgado sin conocerlo… y, para su molestia, el juicio no estaba tan alejado de la verdad.
Catalina lo miró de reojo.
—¿Estás bien?
—Sí —mintió él, apartando la vista hacia los barcos del muelle—. Solo… cansado.
Ella no insistió. Sabía reconocer el silencio de su hijo. Había aprendido a leerlo desde años atrás, cuando la familia Moretti se había dividido en dos casas, dos vidas, dos formas distintas de fingir que nada estaba mal.
Elian avanzó unos pasos detrás de ella, aún pensando en la chica del choque.
Alma.
No sabía su nombre, pero la recordaba como si lo supiera desde siempre: la mirada firme, la trenza rota, las palabras afiladas.
¿Por qué le había molestado tanto?
Quizá porque tenía razón.
Quizá porque lo había visto con más claridad que las personas que lo conocían desde siempre.
Esa tarde, el muelle volvió a llenarse de turistas y pescadores. Alma trabajó sin descanso, llevando café, limpiando mesas, escuchando conversaciones repetidas sobre el clima y la pesca del día. Intentó concentrarse en todo lo que debía hacer.
Pero cada tanto, sin querer, miraba hacia la calle principal.
Como si esperara verlo pasar.
—¿Buscas a alguien? —preguntó su mejor amiga, Lía, mientras acomodaba servilletas.
—A nadie —respondió Alma demasiado rápido.
Lía sonrió con esa sonrisa de quien lo entiende todo sin necesitar explicaciones.
—El verano recién empieza —dijo—. Y tú siempre te enamoras de la gente equivocada.
—No estoy enamorada —bufó Alma.
—Aún —corrigió Lía, bajando la voz.
Alma la empujó con el codo, pero no pudo evitar reírse.
Era ridículo.
Apenas lo había visto una vez.
Y, aun así, la imagen de Elian seguía regresando como la marea.
La noche cayó sobre Bahía Clara con un cielo tan despejado que parecía pintado. Elian se apoyó en el balcón de la casa nueva, observando la luna reflejarse en el mar. Su madre estaba dentro, desempaquetando cajas, hablando por teléfono con alguien. Él solo quería silencio.
Y, sin embargo, en ese silencio, una imagen insistía en volver: la chica del choque, mirándolo como si pudiera leerlo.
Suspiró.
Quizá mañana la vería otra vez.
Quizá no.
Pero algo dentro de él —algo pequeño, imperceptible, incómodo— sabía que ese encuentro no había sido el último.
Que dos mundos tan distintos no chocan así… para luego ignorarse.
Y que, aunque ninguno lo reconociera, algo había comenzado a arder.
Muy lento.
Muy leve.
Pero imposible de apagar sin que antes creciera.


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