CAPÍTULO 2: Tropiezos que acercan
El lunes por la mañana, Bahía Clara amaneció envuelta en un viento suave que anunciaba cambios. Alma llegó al colegio con los auriculares colgando del cuello, un cuaderno bajo el brazo y el cansancio acumulado por los turnos en la cafetería. Sabía que era día de reuniones, de trabajos en equipo y de maestros que esperaban más de lo que los estudiantes podían dar.
Lo que no sabía… era que la vida estaba a punto de burlarse de ella de la manera más inesperada.
En el salón principal, un cartel colorido anunciaba el mismo tormento de cada año: “Proyecto Comunitario de Verano: Selección de Equipos”.
Todos los estudiantes debían cumplir horas de servicio social, y ese verano el colegio había decidido unirlos con nuevos residentes del pueblo para “fomentar la integración”.
Alma rodó los ojos.
Integración.
Como si eso funcionara realmente.
Se acercó a la mesa donde estaban distribuyendo los grupos. Lía ya estaba ahí, brincando de emoción.
—¡Alma! ¡Revisaste tu asignación?
—Todavía no. ¿Qué te tocó?
—La biblioteca comunitaria —dijo Lía, orgullosa—. ¡Y con mi crush de tercero! El universo por fin me ama.
Alma sonrió, casi en automático.
Ojalá el universo fuera tan amable con ella también.
Tomó su tarjeta.
La leyó.
Parpadeó.
Proyecto asignado: Reparación y mantenimiento del muelle viejo.
Supervisor: Profesor Aldo Velasco.
Compañero asignado: Elian Moretti.
Su corazón dio un golpe seco.
—No —susurró—. No puede ser él.
—¿Él quién? —preguntó Lía, estirando el cuello.
Alma ocultó la tarjeta detrás de su espalda, pero Lía era demasiado rápida. Le arrebató el papel y lo leyó en voz alta.
—¡Elian Moretti! ¿Ese no es el chico nuevo? El del auto negro…
—El mismo —admitió Alma, cruzándose de brazos.
—Bueno… —Lía sonrió como si eso fuera la mejor noticia del año—. El universo también te ama.
—El universo me odia —corrigió Alma.
A unos pasillos de distancia, Elian leía su propia tarjeta con una sensación parecida a un latigazo.
Muelle viejo.
Calor, herramientas, madera podrida.
¿En serio?
Bajó la tarjeta y vio al profesor Velasco acercarse con una sonrisa exageradamente optimista.
—Elian, bienvenido oficialmente al Proyecto Comunitario. Creo que te gustará. Bahía Clara es un lugar que se aprecia más cuando se trabaja con las manos.
Elian contuvo el comentario que tenía en la punta de la lengua.
Asintió.
—¿Y quién es mi compañero? —preguntó, intentando sonar neutral.
El profesor revisó su lista.
—Alma Verona. Seguro la conociste ya. Su familia tiene la cafetería cerca del muelle.
Elian sintió un pequeño tirón en el estómago.
Ese nombre…
Así que ella era Alma.
La chica del choque.
La que lo había visto, juzgado y atravesado al mismo tiempo.
—Perfecto —respondió, aunque no sabía si lo decía para convencerse.
Se encontraron en la entrada del muelle una hora después, como indicaba la actividad. El sol brillaba sin compasión, y el olor salado impregnaba todo.
Alma llegó con el cabello recogido y una camiseta vieja de trabajo.
Elian llegó… con zapatillas blancas.
Ella lo observó de arriba a abajo.
—No vas a durar ni diez minutos con eso —dijo, señalando los zapatos.
Él bajó la vista y luego soltó una media sonrisa.
—Tomaré eso como un desafío.
—No lo es —dijo Alma—. Es un hecho.
El profesor Velasco apareció con un montón de herramientas y una energía que nadie había pedido.
—¡Perfecto! Veo que ya se conocen.
Ambos hablaron a la vez:
—No mucho.
—No exactamente.
El profesor no lo notó.
—Ustedes dos van a empezar por las tablas sueltas del borde sur del muelle. Dense tiempo para coordinar. Esto es trabajo en equipo.
Se marchó silbando una canción marinera que Alma conocía desde pequeña.
El silencio se quedó entre ellos.
—Mira, Moretti —dijo Alma finalmente—. Si vamos a hacer esto, que sea rápido. Mientras menos hablemos, mejor.
—Estoy de acuerdo —respondió él, recogiendo un martillo—. Pero solo por eficiencia, no porque me caigas mal.
Ella rodó los ojos.
Empezaron a trabajar.
Y, aunque no lo admitieron, ambos se sorprendieron del ritmo del otro.
Elian no se quejó ni una vez, incluso cuando sus zapatillas blancas quedaron irreconocibles.
Alma no lo mandó callar cuando él hizo preguntas genuinas sobre el pueblo.
Incluso encontraron un punto en común: la música.
—¿Te gusta Aurora Lenz? —preguntó él, incrédulo, cuando Alma tarareó sin darse cuenta una canción de la cantante.
Ella se encogió de hombros.
—Mi papá escuchaba sus discos cuando salíamos a pescar. Se quedó pegada en mi cabeza.
—Es mi favorita —admitió él.
Se miraron por un segundo.
Un segundo demasiado largo.
Demasiado claro.
Rompieron el contacto como si cada uno hubiera sentido algo que no debía.
Antes de que terminaran la jornada, alguien más apareció en escena: Naira, prima de Alma, conocida por su talento para detectar intrusos y problemas… y por su lengua afilada.
Se apoyó en la baranda y observó a Elian como quien examina un objeto caro y fuera de lugar.
—¿Ese es tu compañero? —preguntó con un tono que Alma reconoció: peligro sociable.
—Sí —respondió Alma, limpiándose las manos.
Naira se cruzó de brazos.
—Ten cuidado. Esa gente viene, juega a ser humilde un rato y después se olvida del pueblo.
Elian escuchó.
Cada palabra.
Su mandíbula se tensó.
Alma la fulminó con la mirada.
—Naira, basta.
Pero Naira solo levantó las cejas.
—Solo digo la verdad.
Cuando ella se fue, el silencio volvió a ser un puente roto.
Alma se giró hacia Elian.
—Lo siento. Mi prima es…
—No pasa nada —dijo él, aunque sí pasaba—. Estoy acostumbrado.
Ella quiso preguntar qué significaba eso, pero no lo hizo.
Porque en ese instante, una tabla cedió bajo el pie de Alma.
Elian la sujetó del brazo sin pensarlo.
Ella quedó a centímetros de caer al agua.
Él, respirando entrecortado por el susto.
Sus caras tan cerca que podían escuchar los latidos del otro.
Ese no era un beso.
No era un abrazo.
No era nada… y era mucho.
Elian retiró la mano con suavidad, pero demasiado lento como para pasar desapercibido.
—Ten cuidado —murmuró—. Este muelle no perdona despistes.
Alma asintió sin poder encontrar su voz.
Ese instante los marcó.
Y ninguno quiso admitirlo.
Pero algo había cambiado para siempre entre ellos.
El sol comenzaba a esconderse cuando terminaron de clavar las últimas tablas del día. El muelle viejo parecía un poco más firme, aunque no lo suficiente como para ignorar el cansancio que cargaban en los brazos.
Alma guardó el martillo en la caja de herramientas y se sentó en el borde del muelle, dejando que los pies colgaran sobre el agua. Elian se quedó de pie unos segundos, dudando si acercarse. Finalmente, lo hizo.
—No trabajas mal para alguien que nunca ha usado un martillo —dijo Alma, sin mirarlo.
—No lo hago horrible, querrás decir —respondió él, dejando escapar una risa breve.
Ella sonrió sin que él lo viera.
Elian se sentó a su lado, manteniendo cierta distancia, como si temiera invadir su espacio, o… algo más.
El agua golpeaba suavemente las piedras. El atardecer pintaba el cielo de un naranja intenso que hacía parecer que Bahía Clara ardía sólo en belleza.
—¿Siempre haces esto? —preguntó él.
—¿Qué cosa?
—Trabajar aquí. En el muelle. Ayudar. Arreglar lo que otros rompen.
Alma soltó el cabello y dejó que el viento jugara con él.
—Desde que tengo memoria. El muelle es… parte de mí.
—¿Y te gusta vivir aquí?
Ella dudó.
No porque no supiera la respuesta, sino porque no sabía si quería decírsela a él.
—Es mi casa —contestó finalmente—. Pero la casa no siempre es el sueño.
Elian bajó la mirada.
Eso lo entendía demasiado bien.
—A veces —dijo él, con voz baja—, incluso en las casas grandes, uno se siente fuera de lugar.
El silencio entre ellos se volvió distinto.
Más profundo.
Más sincero.
Hasta que una voz cortó la calma como un cuchillo.
—¡Alma!
Era Dario, un amigo de la infancia de ella, el que siempre aparecía cuando no era necesario. Tenía arena en los zapatos y una sonrisa que él creía encantadora, pero que Alma conocía demasiado bien.
Se acercó con pasos amplios, sin siquiera mirar a Elian.
—Tu mamá te busca. Dice que la entrega del pan se adelantó.
—Voy —respondió Alma, poniéndose de pie.
Dario la miró con una expresión que no intentó suavizar.
—¿Quién es él?
—Mi compañero del proyecto —respondió Alma con naturalidad.
—¿De dónde salió? No lo había visto antes.
Elian se tensó.
No necesitaba tener un radar social para reconocer la hostilidad.
—Del norte —respondió él sin alterar la voz—. Viví en la ciudad hasta hace poco.
Dario lo miró como quien observa un objeto que no encaja.
—¿Y qué haces aquí? ¿Turista jugando a ser pescador?
Antes de que Alma pudiera intervenir, Elian respondió con una calma que irritó aún más a Dario.
—Trabajo en el muelle, igual que tú. Supongo.
La mandíbula de Dario se marcó.
Pero no dijo nada más.
No frente a Alma.
—Vamos —le dijo ella, agarrando la mochila—. Tengo que irme.
Elian la observó tomar distancia, sintiendo algo extraño… un tirón en el pecho.
No le gustaba cómo lo había mirado ese tal Dario.
Pero tampoco quería admitir que le importaba.
Cuando Alma se alejó unos metros, se giró un momento.
—Mañana a las ocho —dijo ella—. Aquí.
Elian asintió.
—Aquí.
Alma sonrió apenas.
Él también.
Fue un gesto mínimo, pero suficiente para encender algo que los dos pretendían ignorar.
Esa noche, mientras Elian caminaba de regreso a casa, su madre lo esperaba en la terraza con dos tazas de té.
—¿Cómo te fue en el proyecto? —preguntó.
Elian se apoyó en la baranda.
El mar brillaba como un espejo de plata.
—Bien —respondió, aunque no sabía cómo describir todo lo que había sentido.
Catalina lo observó unos segundos.
Luego sonrió.
—Tienes esa mirada, hijo.
—¿Cuál?
—La que pone la gente cuando conoce a alguien que cambia algo.
Él quiso negarlo.
Quiso reírse.
Quiso decir: “No, mamá, solo es un proyecto escolar”.
Pero no dijo nada.
Porque, en el fondo, Catalina tenía razón.
Alma también tuvo una noche inquieta.
Mientras ayudaba a cerrar la cafetería, Marina no dejaba de mirarla.
—Tienes las mejillas rojas —comentó su madre.
—Hace calor —respondió Alma.
—Y estás sonriendo sola.
—Es… el cansancio.
Marina soltó una risa suave, de esas que llevan años de sabiduría encima.
—Ten cuidado, Alma —murmuró—. Cuando dos mundos se tocan, algo siempre se rompe… o algo nuevo nace.
Alma no supo qué contestar.
Porque ese día, entre tablas sueltas, miradas robadas y un casi-caída al agua, algo sí había nacido.
Pequeño.
Incierto.
Pero real.
Y lo peor —o lo mejor— era que ninguno podía detenerlo ya.


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