Mar de secretos/Capitulo 3

 CAPÍTULO 3: Herencias que arden

La casa de los Moretti amanecía siempre en silencio. Silencio pulido, caro, elegante. Un silencio que parecía ordenado por los arquitectos, como si incluso el aire supiera que no debía hacer ruido sin permiso.

Elian bajó las escaleras. Aún tenía las manos adoloridas del trabajo en el muelle, un dolor extraño pero satisfactorio. Quizá, por primera vez en mucho tiempo, algo tenía sentido.

Pero al llegar al comedor encontró a su padre.

Lorenzo Moretti no solía estar en Bahía Clara. Tenía negocios en la ciudad, reuniones, viajes. Que él apareciera allí significaba una sola cosa: problemas disfrazados de sonrisas.

—Hijo —dijo Lorenzo, levantándose para recibirlo—. Al fin nos vemos.

Elian tensó los hombros.
Su padre nunca lo saludaba así.
No sin razón.

—¿Cuándo llegaste?

—Anoche —respondió Lorenzo, sirviéndose café—. Me dijeron que estás participando en un proyecto comunitario del colegio.

Elian escuchó la frase completa, pero solo una parte quedó flotando en el aire: comunitario, dicho como si se refiriera a una enfermedad.

—Sí —respondió él, tomando asiento—. Es obligatorio.

—Obligatorio —repitió Lorenzo, frunciendo el ceño—. ¿Y con quién trabajas?

Elian sintió un agujero abrirse en el estómago.

—Con Alma Verona, hija de Marina. Tienen una cafetería junto al muelle.

Lorenzo dejó la taza en la mesa con un golpe seco.
No fuerte.
Pero suficiente.

Catalina, que entraba en ese momento, se tensó al instante.

—¿Verona? —preguntó Lorenzo, como quien oye un apellido maldito—. ¿No hay otra opción?

—Es la asignación oficial —replicó Elian, sin entender del todo la reacción.

Lorenzo intercambió una mirada silenciosa con su esposa.
Una de esas miradas que ocultan heridas antiguas.

—Elian —dijo finalmente—. Hay familias… con las que es mejor no mezclarse.

Elian sintió un fuego subirle a la garganta, un resentimiento que llevaba años acumulándose.

—¿Me estás diciendo con quién puedo hablar y con quién no?

—Te estoy diciendo —contestó Lorenzo, ajustando el tono como quien firma un contrato— que no debes bajar tu nivel.

La palabra quedó suspendida como un veneno.
Nivel.
Como si la gente del pueblo viviera en un escalón inferior.
Como si él estuviera destinado a ser algo diferente, algo mejor.

Pero Elian ya no se tragaba ese discurso tan fácil.

—Alma no es “un nivel” —dijo, sin pensar demasiado—. Es una persona.

Lorenzo apretó los dientes.

—No hablo de ella —mintió—. Hablo de lo que representa.

Catalina intervino suavemente, pero con un temblor apenas visible.

—Elian, tu padre solo quiere evitar problemas. Nada más.

—¿Qué problema puede traer una chica? —preguntó Elian, cada vez más confundido.

Lorenzo respondió demasiado rápido.

—Más del que imaginas.

La conversación terminó ahí, aunque ninguno lo dijo en voz alta.
Elian salió de la casa con un nudo en el pecho y una certeza nueva:

Su padre le ocultaba algo.
Algo relacionado con Alma.
Y no iba a quedarse de brazos cruzados.


Al otro lado del pueblo, Alma limpiaba mesas en El Faro Azul sin demasiado ánimo. Había dormido mal. Entre el cansancio, el recuerdo del casi–accidente, y la extraña mirada que Elian le había dejado al despedirse, su cabeza estaba hecha un caos.

Mientras ordenaba unas cajas viejas del depósito, una de ellas cayó al suelo y se abrió. Entre papeles amarillentos y fotos descoloridas, había sobres cerrados con un sello que no reconoció.

Curiosa, tomó uno.
Lo abrió con cuidado.

Adentro había un recibo antiguo, fechado quince años atrás.
Un número: 150.000.
Y un apellido escrito con tinta firme:

MORETTI.

Alma sintió un golpe en el pecho.
Un mal presentimiento.
Sacó otro sobre.
Había notas, borradores, e incluso una carta nunca enviada:

"Lorenzo, ya no puedo esperar más. Tienes que cumplir lo prometido. Mi familia está en juego…"

La carta terminaba sin firma.
Pero la letra era de su padre.

—¿Qué… es esto? —susurró Alma, sintiendo que se le aflojaban las piernas.

Apenas tuvo tiempo de sostenerse cuando Marina apareció detrás de ella, pálida como la espuma del mar.

—Alma —dijo con voz temblorosa—. Eso no deberías verlo.

—Mamá… ¿por qué hay documentos de los Moretti aquí?
¿Y por qué papá le escribía cartas a Lorenzo Moretti?

Marina cerró los ojos.
Un silencio pesado cayó, uno que prometía desgarrar seguridades.

—Porque tu padre les debía algo —respondió ella al fin, con un hilo de voz—. Algo que nunca debí haberte ocultado.

—¿Qué cosa…?

Pero Marina negó con la cabeza.

—No ahora. No así.

Alma sintió una mezcla de miedo, rabia y confusión.
Un torbellino que la arrastraba hacia un destino que no había elegido.

—Entonces dime esto —pronunció ella, luchando por no elevar la voz—:
¿Tiene que ver con Elian?

Marina palideció aún más.
Y ese silencio, ese simple silencio, fue una confirmación desgarradora.

Alma dejó caer los papeles.
Todo su mundo crujió.


Esa tarde, cuando Alma y Elian se encontraron de nuevo en el muelle para continuar el proyecto, algo había cambiado entre los dos.

No era solo timidez.
No era atracción.
Era algo más profundo, más oscuro.

Era el inicio de una verdad que estaba a punto de dividir sus caminos.

Y ninguno de los dos sabía si el próximo paso sería hacia el otro…
o lejos, muy lejos.

El muelle estaba casi vacío cuando Alma llegó. Caminaba rápido, con la respiración agitada y el corazón desacompasado. La brisa marina no lograba calmarla; su mente no dejaba de repetir las palabras de su madre, las cartas, el apellido Moretti estampado en papeles que jamás deberían haber existido.

Allí, junto a las herramientas, estaba Elian, sentado con los brazos apoyados sobre las rodillas. Cuando la vio, sonrió, pero esa sonrisa se desvaneció al instante.

—¿Estás bien? —preguntó, de pie en cuestión de segundos.

Alma tragó saliva.
¿Cómo se suponía que debía mirarlo ahora?
¿Cómo conectar la versión de él, genuina y limpia, con los secretos turbios de sus padres?

—Sí. Solo… tuve una mañana complicada —respondió, intentando sonar normal.

Él se acercó un paso, pero se detuvo antes de invadir su espacio personal.

—Si necesitas hablar...

—No —interrumpió ella con brusquedad.

Elian frunció el ceño.
Ese “no” tenía filo.
Corte.
Distancia.

Alma lo vio tensarse y sintió una punzada de culpa. No era su culpa. No era él. Pero…

Su apellido.

Ese apellido lo hacía parte de una historia que ella no había elegido.

Comenzaron a trabajar sin hablar. Era extraño: hacía apenas un día podían intercambiar frases, miradas tímidas, sonrisas, incluso un casi–abrazo accidental. Pero ahora, cada golpe de martillo sonaba como un reproche.

Después de unos minutos, Elian no pudo más.

—Ayer estabas bien —dijo, apoyando la herramienta—. ¿Qué cambió?

—Nada —mintió Alma.

—No te creo.

Ella apretó la mandíbula.
Qué irritante era que él pudiera leerla tan fácil… incluso mejor que quienes la conocían desde años.

—Elian, solo quiero trabajar en paz.

—¿Y yo qué estoy haciendo? —preguntó él, un poco herido—. No entiendo qué pasó.

—No tienes por qué entender —respondió ella, mirando el mar para evitar mirarlo a los ojos.

Hubo una pausa.
Una muy larga.

Elian dio un paso más cerca, esta vez sin detenerse.

—¿Es por lo que dijo tu prima ayer?

—No.

—¿Entonces?

Alma sintió un pinchazo en el pecho.
Los papeles.
La carta.
Su padre rogando a Lorenzo Moretti.
La deuda.

La traición.

—Elian… —susurró—, ¿qué sabes de tu padre?

Él parpadeó, confundido.

—¿Qué tiene que ver mi padre?

—Solo respóndeme.

—Sé que es exigente. Que quiere controlar todo. Que siempre intenta decidir por mí. Pero no sé a qué te refieres.

—¿Nunca te habló de mi familia?

Elian negó lentamente.

—No… ¿por qué lo haría?

Alma sintió el estómago hundirse.
Él no sabía.
Elian era inocente de todo lo que estaba por descubrir.

—No importa —murmuró ella, dando un paso atrás—. Olvídalo.

Elian sintió que algo se escapaba entre sus dedos. Algo que aún no tenía nombre, pero que le importaba más de lo que quería admitir.

—Alma, mírame —pidió.

Ella lo hizo.

Los ojos de Elian tenían esa mezcla desesperada de sinceridad y miedo.
La misma mirada de alguien que teme perder algo que no sabe si tiene.

—Si es algo que hice, dímelo —suplicó él.

—No hiciste nada —respondió Alma.

Y esa fue la verdad más dolorosa.
Él no había hecho nada.
Él no merecía pagar por errores de alguien más.

Pero la verdad, esa que se escondía en sobres amarillos y deudas silenciosas, sí tenía un nombre: Moretti.

Y ese apellido unía sus familias de una forma que podía destruirlo todo.


La tarde continuó con un silencio tenso. El profesor Velasco pasó a supervisarlos, elogió el avance, y se marchó sin notar nada extraño. Pero entre Alma y Elian, cada movimiento era un eco roto.

Finalmente, cuando el sol comenzaba a caer, Alma guardó sus cosas con más prisa de la necesaria.

—Tengo que irme —dijo.

—Alma, espera…

Ella se detuvo.
No se volteó.

—¿Podemos hablar después? —preguntó Elian, casi suplicante.

Ella cerró los ojos con fuerza.
El corazón gritaba .
La razón gritaba no.
La verdad… era un abismo entre los dos.

—Mañana —respondió—. Tal vez mañana.

Y se marchó sin mirar atrás.

Elian la siguió con la mirada hasta que desapareció entre las sombras del muelle, sintiendo que algo se dio vuelta dentro de él.
Algo grande.
Algo que no sabía cómo manejar.

Esa noche, mientras el mar golpeaba las rocas con furia, ambos pensaron en el otro.

Ella, intentando negar algo que ya no podía detener.
Él, intentando entender algo que aún no sabía que existía.

Y esa distancia —pequeña, invisible, pero real— fue el primer secreto que se interpuso entre ellos.

El primero…
pero no el último.


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