Entre Ruinas y Latidos/Capítulo 1

 Capítulo 1: La última noche 



La ciudad olía a humo mojado. Una llovizna persistente caía sobre los tejados, como si el cielo llevara días llorando en silencio. En la estación de tren de Costablanca, los altavoces apenas murmuraban horarios que nadie escuchaba realmente. Las personas se movían como sombras entre los andenes, todos con prisa por irse, por desaparecer, por no quedarse en medio del mundo que se deshacía.

Abril sostenía un termo tibio con las dos manos. No lo bebía. Era solo una excusa para calentar los dedos. En el bolsillo de su chaqueta, una carta doblada diez veces le quemaba la piel. La había encontrado esa mañana, sin remitente claro, pero escrita con la letra que creía olvidada. Tres líneas, nada más. Una fecha. Un lugar. Una despedida sin adiós.

El reloj marcaba las 21:41.

No sabía con certeza si él vendría. Solo sabía que debía venir. Que algo dentro de ella se negaba a cerrar esa herida sin verlo una última vez.

Fue entonces cuando lo vio.

Damián caminaba con paso firme, aunque no apurado. Vestía el uniforme gris verdoso de los voluntarios sanitarios del Eje Internacional, con el brazalete blanco manchado en un costado. Cargaba una mochila pequeña y una expresión de cansancio tan profunda que parecía haber olvidado cómo sonreír. Sin embargo, en cuanto sus ojos se cruzaron con los de Abril, algo cambió. Fue apenas un parpadeo, una vibración mínima en la comisura de los labios.

Damián... —susurró ella, casi sin voz.

Él se detuvo, como si esas sílabas hubieran sido un disparo.

Abril. No sabía que estabas en el país.

Ella bajó el termo, sin saber qué hacer con las manos.

—Regresé hace dos semanas. Sola. La misión terminó... o al menos eso dijeron.

—¿Y tú creíste eso?

—Creí que ya era suficiente muerte para llenar otro año de reportajes.

Silencio. El andén se sentía suspendido en una burbuja de tiempo. El resto del mundo seguía girando, pero ellos dos estaban atrapados en ese espacio invisible entre lo que fue y lo que nunca pudo ser.

—¿Te vas esta noche? —preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta.

Damián asintió.

—A la zona de contención. Asignación por tres meses, mínimo.

—Es una locura. No han evacuado del todo, ni estabilizado las líneas de fuego.

—Por eso mismo vamos. Todavía quedan niños. Madres. Restos de algo que puede salvarse.

Ella quiso decir algo, pero el nudo en su garganta era demasiado espeso.

—¿Por qué estás aquí, Abril?

—Porque... no podía dejar que te fueras sin esto.

Sacó una pequeña libreta negra, gastada por los bordes. La sostuvo como si llevara dentro un corazón palpitante.

—Es mi cuaderno de campo. El de verdad, no el que uso para los editores. Hay cosas ahí que... que nunca tuve el valor de escribir en público. Pero tú mereces leerlas.

Él la tomó con suavidad. No la abrió.

—Gracias.

—¿Me vas a escribir esta vez? —preguntó, sin intentar sonar acusadora. Solo dolida.

Damián bajó la mirada. Sus ojos, oscuros como carbón mojado, evitaban los de ella.

—La última vez que te escribí, uno de los chicos del convoy fue capturado. Llevaba una carta mía. Usaron la información contra nosotros. Perdimos a dos. Desde entonces...

Ella asintió, comprendiendo más de lo que quería admitir.

—Te odié, ¿sabes?

—Yo también. A mí mismo. Pero eso no cambia nada.

Una bocina interrumpió el momento. Faltaban menos de diez minutos para el tren. La estación cobró vida: movimiento de maletas, pasos apresurados, murmullos tensos. Como si el mundo les estuviera gritando que era hora de moverse, de dejar atrás lo que no encajaba en el nuevo orden de las cosas.

—¿Tienes miedo? —preguntó ella.

Damián soltó una risa seca, sin alegría.

—Cada noche. Pero ya no sé si es miedo a morir... o a volver y no tener a dónde regresar.

—Aún puedes quedarte. Hay otras formas de ayudar. Con tu experiencia, podrías formar parte del equipo de respuesta aquí, en el hospital central. No necesitas volver allá.

—Sí lo necesito.

Sus miradas se cruzaron, esta vez sin huir. Había tantas cosas que no se decían: las noches en las que soñaban con el otro, los silencios que se colaban en sus cartas, el hecho de que durante seis años habían orbitado en torno a una promesa no cumplida.

—¿Te acuerdas de aquella tarde en Belgrado? —dijo ella, inesperadamente.

—La del balcón y el vino barato —sonrió él por primera vez.

—Dijiste que si el mundo se acababa, querías que te sorprendiera besándome.

—Lo dije.

—Pues tengo la sensación de que el mundo se está acabando otra vez.

Damián dejó su mochila en el suelo. Dio un paso al frente, luego otro. Sus manos se deslizaron hasta el rostro de Abril, como si se acercaran a algo sagrado.

El beso no fue perfecto. Fue tembloroso, rápido, urgente. Como una chispa en medio de una tormenta eléctrica. Ella cerró los ojos. En su mente, todos los disparos y gritos de los últimos años se disolvieron. Solo quedaban sus labios, su aliento, su piel.

Cuando se separaron, los ojos de ambos estaban enrojecidos. No por la lluvia. No del todo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Abril.

Damián recogió la mochila. Guardó el cuaderno de campo dentro, como si fuera lo más valioso que llevaría con él.

—Ahora tú sigues escribiendo. Y yo sigo salvando lo que pueda. Si logro volver con vida, te buscaré.

—Y si no lo haces... —ella tragó saliva—, al menos dime que esto fue real.

Él se acercó una vez más. Le susurró al oído:

—Siempre fue real. Lo único real.

Y luego se fue. Subió al tren sin mirar atrás. Abril no lo siguió con la mirada. No necesitaba hacerlo. A veces, uno sabe cuándo algo está terminando, aunque no haya aplausos ni cortinas que caigan.

La estación volvió a vaciarse. Ella se quedó sola, de pie, con el termo frío y las manos temblando. La guerra seguía, allá afuera.

Las luces del andén parpadearon por un segundo. Un zumbido eléctrico sacudió el techo metálico, y luego la calma artificial volvió. Abril cerró los ojos. La imagen de Damián alejándose aún estaba viva en sus párpados, como si el recuerdo no quisiera retirarse tan pronto. El beso. La voz. Esa forma de decir su nombre que la dejaba sin aire.

Intentó moverse, pero sus piernas no respondían. Le tomó un momento darse cuenta de que estaba llorando. No el llanto fuerte, desesperado. No. Ese otro llanto, más silencioso, más profundo. El que no nace de la tristeza, sino de la comprensión. De la certeza de que algo importante se ha perdido, y que no hay manera humana de recuperarlo.

Sacó el móvil del bolsillo, más por costumbre que por necesidad. Tenía tres notificaciones de su editor, una de su madre, y un mensaje de voz sin abrir de alguien con quien había salido tres veces antes de que la guerra la reclamara de nuevo. Todo eso, en ese instante, le pareció tan lejano como otro país.

Guardó el teléfono y se dejó caer lentamente en uno de los bancos de madera.

La lluvia, más intensa ahora, golpeaba los ventanales de la estación con una furia contenida. Afuera, los faroles dibujaban sombras largas sobre el asfalto. Abril pensó en la libreta que ya no estaba con ella. Esa libreta había sido su única confesión real en años. En ella escribió todo lo que no podía decir en voz alta: los sueños donde Damián la abrazaba mientras los misiles caían a lo lejos; las veces que lo odiaba por marcharse sin explicar por qué; el miedo de que él no regresara y ella no sintiera absolutamente nada.

Era su verdad. Y ahora estaba en manos de él.

¿La leería? ¿O se perdería como tantas otras cosas en esa guerra absurda que lo reclamaba todo?

Un hombre mayor pasó cerca arrastrando una maleta. La miró con amabilidad, como si intuyera algo en su postura, en sus ojos. Abril intentó devolverle una sonrisa, pero solo logró un gesto débil. Se sentía vacía. Como si hubiese entregado algo más que un cuaderno y un beso esa noche.

Entonces recordó algo que Damián le había dicho la última vez que se vieron, hace más de un año, en un hospital de campaña en Ucrania. Ella había estado cubriendo un ataque aéreo y él llegaba con un convoy de heridos. Fue un encuentro breve, entre el polvo y el olor metálico de la sangre.

Hay guerras que uno elige. Y otras que te eligen a ti, le había dicho él, mientras le vendaba una herida superficial en el brazo.

En ese momento, ella creyó que hablaba de conflictos armados. Pero ahora entendía que se refería a otra cosa. A ellos. A lo que compartían.

Porque lo que tenían era una guerra también: sin bandos claros, sin trincheras visibles, pero con sus propias heridas. Ninguno de los dos había elegido amarse en medio del caos, pero ahí estaban. Años después. Aún atrapados entre lo que fue y lo que nunca se permitió ser.

El reloj de la estación marcó las 22:17.

Abril se puso de pie. Afuera, la lluvia empezaba a mezclarse con el humo que venía del puerto. El viento le trajo el eco de una sirena lejana, un recordatorio de que la ciudad seguía alerta, aunque nadie quisiera admitirlo.

Caminó hasta el extremo del andén y se detuvo frente a las vías vacías. Imaginó el tren de Damián alejándose, avanzando hacia la oscuridad, hacia el frío, hacia la línea de fuego. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Sacó su grabadora de periodista del bolsillo interior. Apretó el botón rojo y habló, con voz baja, casi rota:

Audio, archivo privado. Entrada número uno: Estación Costablanca. Noche del nueve de junio. Damián partió hace exactamente veintiséis minutos. Me dejó con un beso y la mitad del corazón lleno de miedo. Si algún día escuchas esto... supongo que ya sabes que escribí cada palabra para ti. Que aún cuando estaba rodeada de ruinas, la única verdad que reconocía era la de tus ojos.

Pausó. Luego añadió:

Te amo. Y odio esta guerra. Las dos cosas con la misma intensidad. Fin del mensaje.

Guardó la grabadora, respiró hondo y comenzó a caminar.

No sabía si volvería a verlo. No sabía si quería hacerlo.

Pero lo que sí sabía es que esa noche, la última, iba a acompañarla por mucho más que un recuerdo. La llevaría como una herida abierta. Como un nombre susurrado entre disparos.

Como un país al que nunca se regresa, pero que jamás deja de doler.

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