Entre Ruinas y Latidos/Capítulo 4

CAPÍTULO 4: La familia como frontera



La casa de su madre tenía el mismo olor a alcanfor y flores artificiales de siempre. Nada parecía haber cambiado desde que Abril se fue por primera vez, diez años atrás. El mismo sofá cubierto con fundas de encaje, el mismo reloj de péndulo detenido en las tres de la tarde, como si el tiempo se hubiese rendido. Incluso las fotografías enmarcadas seguían en el mismo orden sobre la repisa: una infancia congelada, una familia que ya no existía, y una sonrisa que a ella ya no le pertenecía.

—No has comido nada —dijo su madre desde la cocina—. Te hice caldo de hueso, como cuando te enfermabas.

Abril fingió no oírla. Se sentó frente a la ventana, con la libreta abierta sobre las rodillas. Afuera, las bugambilias trepaban por el muro, intentando esconder las grietas. Pensó que, de algún modo, su familia era como esa planta: obstinada, floreciendo a pesar del cemento roto.

—¿Qué haces aquí, Abril? —La voz de su madre ahora venía más cerca—. La última vez que llamaste fue para decirme que estabas en otra frontera. Siempre en movimiento. Siempre huyendo.

—No estoy huyendo —respondió, sin girarse—. Estoy haciendo mi trabajo.

—¿Y eso qué es, exactamente? ¿Perseguir bombas? ¿Dormir con hombres heridos? ¿Hablar sola en medio de ruinas?

Abril apretó la libreta con fuerza. El comentario era punzante, sí, pero ya no la sorprendía.

—No vine a discutir, mamá.

—¿Entonces a qué? ¿A esconderte? ¿O es porque Gabriel te escribió?

Abril giró lentamente. Su madre tenía los brazos cruzados y la expresión endurecida. Sus ojos, sin embargo, mostraban un rastro de preocupación que no alcanzaba a disimular.

—No sabía que hablabas con él —dijo Abril.

—Hablamos poco. Lo justo. Él también decidió irse, como tú. Pero al menos no se expone así… No se obsesiona con una causa que no es suya.

—¿Y cuál es “mi” causa, mamá?

La mujer no respondió. Caminó hacia el comedor y dejó un plato humeante sobre la mesa. Luego se sentó frente a ella, con un suspiro largo, como si estuviera a punto de escarbar un pozo viejo.

—Tu padre… —comenzó— antes de irse, trabajó para el ministerio de defensa. No como soldado. Como asesor de inteligencia civil. Nunca lo dijimos en voz alta, ni siquiera a ustedes. Firmó papeles, ayudó a mantener el orden durante los primeros levantamientos. Fue… parte del otro lado.

Abril sintió un vértigo extraño, como si el piso se inclinara bajo sus pies.

—¿Estás diciendo que papá… ayudó a reprimir?

—Estoy diciendo que ayudó a sobrevivir. Que pensaba que obedecer era la forma de protegernos.

—¿Y tú lo creíste?

—Yo… no quería saber.

La respuesta cayó como una piedra en el silencio. Durante años, Abril había perseguido historias de personas víctimas del Estado, refugiados de guerras invisibles, familias rotas por gobiernos corruptos. Y todo ese tiempo, en su propia casa, había habido una pieza clave de esa maquinaria.

—¿Y Gabriel? ¿Él lo sabía?

—Creo que sí. Por eso se fue. Por eso no quiso seguir los planes que tu padre trazó para ustedes.

Abril se quedó quieta, mirando la libreta.

La libreta de su padre, con anotaciones secretas.
La libreta de Gabriel, con mapas de rutas de escape.
Su propia libreta, llena de testimonios y voces silenciadas.

Todo era una red. Una herencia emocional tejida con mentiras, miedos y silencios.

—Hay algo más —añadió su madre, en voz baja—. Gabriel fue reclutado por un escuadrón de operaciones encubiertas. Lo usaron para controlar zonas de civiles, para hacer “intervenciones preventivas”. Por eso desapareció. No fue solo voluntariado. Fue castigo. Y culpa.

Abril sintió una punzada en el pecho.

—¿Y tú querías que yo volviera… para qué? ¿Para casarme con el hijo del embajador, como tú querías? ¿Para sonreír en cenas diplomáticas mientras la sangre sigue corriendo allá afuera?

La madre cerró los ojos.

—Quería que volvieras… antes de que la guerra también te llevara.

Abril se levantó. La libreta se cerró sobre sus dedos.

—Demasiado tarde, mamá. Ya me llevó.


Esa noche, sola en su antigua habitación, Abril encendió una lámpara tenue. El escritorio seguía ahí, con las marcas de su infancia: un rasguño en la madera, una pegatina amarillenta, un cajón que nunca cerraba del todo.

Sacó una caja vieja de debajo de la cama. Adentro, encontró sobres con cartas de su padre. Fotografías en blanco y negro. Una credencial con su firma: Departamento de Coordinación Interna — Ministerio de Defensa.

Había un documento sellado con tinta corrida. Lo leyó con las manos heladas. Un nombre apareció varias veces. "Operación Horizonte Seguro." Y junto a ese nombre, un alias: “Alacrán”.

Era el nombre en clave de Gabriel.

Abril dejó caer el papel.

Ya no sabía si tenía una familia… o un campo de batalla.

A las cuatro de la madrugada, Abril bajó las escaleras descalza, con la caja de documentos contra el pecho. No había dormido. No podía. La casa entera le parecía un museo de silencios. Cada pared guardaba una versión recortada de la verdad. Cada fotografía familiar, una mentira cuidadosamente enmarcada.

En la cocina, encendió la luz tenue y esparció los papeles sobre la mesa. Una parte de ella aún quería pensar que era un error, una confusión, que su hermano no podía haber sido parte de un escuadrón encubierto. Que su padre no había sido quien ayudó a diseñar esos mapas de vigilancia sobre barrios enteros que luego fueron arrasados “preventivamente”.

Pero los sellos eran oficiales. Los informes hablaban por sí solos. Y el nombre en clave “Alacrán” estaba en todos ellos, como un veneno persistente.

Gabriel.

El hermano que la enseñó a andar en bicicleta, que la empujó a escribir su primer artículo de opinión cuando tenía catorce. Que le regaló una grabadora y le dijo: “Tu voz merece quedar registrada”.

Él.

Lo buscó en redes cifradas. En foros cerrados. En los contactos de otros reporteros. Nada. Su nombre real no existía desde hacía años. Pero “Alacrán” sí. En una nota anónima subida por un desertor, alguien describía a un oficial con ese alias: silencioso, meticuloso, con una cicatriz en el mentón. Abril se llevó la mano al propio rostro, como si pudiera tocar esa cicatriz en su memoria.

Había más: operaciones en la zona sur del país, una emboscada mal documentada, y un presunto rescate de rehenes donde nunca se identificaron a los prisioneros. La misma zona donde Damián había sido enviado semanas atrás.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

¿Era posible que Gabriel y Damián se hubieran cruzado sin saberlo?

¿Que dos partes de su vida, que dos amores —uno fraternal, otro visceral— se hubieran enfrentado, incluso herido?

No sabía qué le asustaba más: la posibilidad de que Damián hubiera sido víctima de una operación de su hermano, o la de que ambos estuvieran, sin saberlo, defendiendo causas opuestas.


Al amanecer, Abril se dirigió a una cafetería discreta en la parte vieja de la ciudad. Había citado allí a Claudia, una colega periodista que ahora trabajaba en un medio independiente y que, según sabía, tenía acceso a archivos filtrados de inteligencia.

Claudia llegó con su laptop bajo el brazo y mirada alerta.

—¿Es verdad lo que escribiste en el mensaje? —preguntó apenas se sentó—. ¿Tienes pruebas del vínculo entre Gabriel y las operaciones?

Abril deslizó un sobre por la mesa.

—Más que suficientes. Pero no vine a publicarlo aún. Vine a entenderlo.

Claudia hojeó los papeles. Su rostro se volvió serio.

—Esto es pesado. Muy. Y lo que describes de la zona... hay informes cruzados. Hubo un voluntario civil herido hace unos días. Estuvo cerca del epicentro de una redada confusa. El ejército dice que era una misión humanitaria.

—¿Y el nombre del herido?

Claudia la miró con extrañeza.

—Damián Rivas.

El corazón de Abril dio un vuelco seco.

—¿Está vivo?

—Gravemente herido. Lo evacuaron a un centro médico provisional en la frontera este. No hay imágenes. El ejército controla toda la información. Algunos piensan que él vio algo que no debía.

—¿Crees… que Gabriel estaba ahí?

Claudia cerró la carpeta.

—Si estaba… no querrá que nadie lo sepa. Ni tú.


Esa noche, Abril volvió a casa y abrió el último cajón del escritorio de su padre. Allí, entre libretas viejas, encontró una foto que la desarmó.

Gabriel y Damián.

Jóvenes. Sonriendo. En un congreso universitario. Estaban juntos. Amigos. O algo parecido.

La tinta al reverso decía: “A veces, el mismo ideal toma caminos diferentes.”

Su mundo se dobló sobre sí.

Ya no era solo su herencia familiar. Era una línea de fuego invisible que cruzaba su sangre, su historia, su cuerpo.

Gabriel, el traidor.
Damián, el herido.
Ella, en medio.
Y el silencio, otra vez, como única respuesta.

Pero esta vez no iba a quedarse callada.



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