Entre Ruinas y Latidos/Capítulo 2

Capítulo 2: Ecos lejanos



Las luces del tren parpadeaban con intermitencia mientras avanzaba por los rieles oxidados que conducían hacia el este. Afuera, todo era sombra y barro. La vegetación muerta parecía intentar abrazar los vagones a su paso, como si la naturaleza misma quisiera impedir que nadie entrara de nuevo en aquella tierra maldita.

Damián no dormía. Sentado en el asiento junto a la ventana, con la cabeza apoyada en el cristal empañado, repasaba mentalmente cada segundo de la estación. El tacto de Abril. Su voz temblando. El sabor agrio del café frío en sus labios tras el beso. El cuaderno, ahora resguardado en el fondo de su mochila, pesaba más que todo su equipo médico junto.

Abrió los ojos y miró a su alrededor. En el vagón viajaban siete personas: tres médicos, un conductor, una mujer voluntaria que dormía profundamente con una manta militar encima, y dos jóvenes que hablaban en susurros sobre las condiciones del campo base. Nadie lo miraba. Nadie hablaba demasiado. Todos sabían adónde iban. Y todos fingían que no les importaba.

Él, sin embargo, no podía pensar en otra cosa que en ella.

Desde el último despliegue, había aprendido a apagar las emociones como se apaga una radio: girando el botón justo antes del silencio. Pero esta vez no podía. Abril lo había mirado de frente, sin reclamarle nada, sin exigir respuestas. Y eso lo golpeaba con más fuerza que cualquier grito.

Se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta. Tocó la cubierta del cuaderno con los dedos, sin sacarlo. Como si solo rozarlo ya fuera suficiente para mantenerla cerca.

En algún lugar del vagón, alguien estornudó. El tren vibró al tomar una curva, y la voz del conductor anunció que en una hora llegarían al primer punto de control.

Damián se recostó hacia atrás y cerró los ojos.

Volver a una zona activa después de tres semanas en la ciudad se sentía como regresar a una pesadilla que uno nunca termina de comprender. Pero había algo peor: esta vez, llevaba dentro una luz encendida. Y no sabía si eso lo haría más fuerte… o más vulnerable.


En Costablanca, Abril despertó con un sobresalto. La radio del apartamento había comenzado a sonar sola, activada por un temporizador que nunca recordaba programar. Una vieja canción de trova llenaba el aire con guitarras tristes y voces de otro siglo.

Se incorporó en la cama, desorientada por un instante. Luego recordó: la estación, el beso, la libreta. La partida.

Miró el reloj: 6:12 de la mañana.

Se levantó despacio, aún con la sensación de que el tren de Damián seguía alejándose en algún rincón de su memoria. La casa estaba en silencio. Solo el sonido del agua de lluvia contra las ventanas mantenía la noche viva, a pesar de la hora.

Se duchó rápido, sin pensar demasiado. Cada rincón del baño le recordaba algo de él: la toalla gris que había usado cuando se quedó una noche en 2019; el frasco de crema para quemaduras que una vez le pidió prestado para su botiquín. ¿Por qué seguía guardando esas cosas?

Se vistió de negro. No porque estuviera de luto, pero porque no quería destacar. Porque había aprendido, como periodista, que en los días pesados lo mejor era volverse invisible.

Su teléfono vibró sobre la encimera. Un mensaje de su editor:

“Abril, el hospital de desplazados de las afueras aceptó entrevista. Te esperan a las 9. Llévate la cámara. Y tacto, por favor. Son refugiados del sector rojo.”

Respondió con un pulgar arriba y nada más.

Había aprendido también que cuando uno lleva dolor por dentro, no siempre necesita palabras para explicarlo.

Abrió su escritorio. Quiso revisar la última grabación, pero detuvo su mano justo antes de tocar la grabadora. Sabía lo que había dicho la noche anterior. Y sabía que no estaba lista para volver a escucharlo.

En su lugar, sacó una vieja libreta de notas y escribió una sola frase, en la primera hoja:

"Hay guerras que te marcan por fuera. Y otras que nadie ve, pero nunca cicatrizan.”

La cerró, respiró hondo y se fue.
La ciudad, como siempre, la esperaba fingiendo que nada pasaba.

Pero todo había cambiado.

El hospital de desplazados estaba oculto tras un edificio semiderrumbado, en las afueras de Costablanca. No era un hospital en sentido estricto: más bien una adaptación apresurada de un centro comunitario abandonado, con paredes descascaradas, camillas improvisadas y voluntarios con ojeras perpetuas. Afuera, una fila de niños esperaba junto a sus madres, algunos envueltos en mantas húmedas, otros en silencio, mirando con ojos demasiado viejos para sus rostros pequeños.

Abril llegó poco antes de las nueve. La recibió una mujer con el cabello trenzado, bata blanca y voz seca. Se presentó como Dra. Helena Montenegro, coordinadora del centro y, según había leído Abril, una de las pocas médicas civiles que aún se negaba a abandonar el país.

—¿Abril Estrada? —dijo la mujer, sin extender la mano. Solo con una mirada firme.

—Sí. Gracias por recibirme.

—No es por gusto. Pero ya sabe… visibilidad, presión mediática. Quizá eso mantenga a los camiones de suministros viniendo. Aunque cada vez vienen más vacíos.

Caminaron por un pasillo angosto que olía a cloro y humedad. Las paredes estaban cubiertas de dibujos de niños: casas, árboles, gente sonriente. Todos con el sol muy grande. Como si eso los protegiera.

—¿Qué espera encontrar aquí, periodista? —preguntó Helena sin mirarla.

—Historias humanas —respondió Abril—. No cifras. No propaganda.

La doctora hizo un sonido parecido a una risa.

—Todas las historias aquí están rotas. No sé si eso le servirá a su reportaje.

—A veces, lo roto es lo único que vale la pena contar.

Llegaron a una sala donde una adolescente acunaba a un bebé prematuro entre mantas. En una esquina, un anciano con la pierna vendada murmuraba algo en un idioma que Abril no reconocía. La escena era silenciosa, pero cargada de tensión. Como si cualquier palabra más alta pudiera hacer que todo colapsara.

Helena se detuvo frente a una camilla vacía.

—Aquí murió una niña esta madrugada. Tenía siete años. No supimos su nombre. Vino sola. Nadie la reclamó.

Abril sintió que algo se le rompía por dentro.

—¿Puedo…? —dijo, alzando su grabadora.

—Hazlo —asintió la doctora—. Pero no le pongas música triste cuando lo edites. No son mártires. Son personas. Y eso debería bastar.

Abril grabó el ambiente, tomó nota de los detalles, conversó con una voluntaria joven que no debía tener más de veinte años. En sus ojos había agotamiento, pero también una determinación feroz.

Después de una hora de entrevistas, mientras tomaba fotos de una pared cubierta con nombres de desaparecidos, una voz familiar la sacudió.

—¿Abril?

Se giró con el corazón acelerado. Por un momento, pensó en Damián. Pero no.

—¿Gabriel? —dijo, sorprendida.

Era su hermano mayor. O más bien, lo que quedaba de él. Tenía la barba crecida, el rostro demacrado y los ojos hundidos. Vestía una chaqueta militar sin insignias y cargaba una caja con suministros médicos. No se veían desde hacía casi tres años.

—No sabía que trabajabas aquí —añadió ella, con la voz tensa.

—Lo hago desde hace seis meses. Me ofrecí como enlace de campo. Necesitaban manos. Y... necesitaba desaparecer —contestó él, bajando la caja sin mirarla.

El silencio entre ellos se hizo denso, como niebla espesa. Había un pasado enterrado allí, uno que ninguno parecía dispuesto a tocar.

—¿Mamá sabe que estás aquí? —preguntó Abril.

—Sabe que estoy vivo. A veces es suficiente. ¿Y tú? Sigues corriendo tras guerras ajenas, veo.

—Y tú sigues escondiéndote detrás de las ruinas.

Gabriel apretó los labios.

—No vine a discutir.

—Ni yo.

Pero lo que no decían pesaba más que cualquier discusión. Abril se giró hacia la pared. La lista de desaparecidos parecía multiplicarse frente a sus ojos.

—¿Damián está con ustedes? —preguntó de repente.

Gabriel parpadeó.

—¿Damián? ¿El voluntario del sector médico?

—Sí. Salió anoche hacia la zona de contención. No sabía que tenías contacto con ese equipo.

—Lo tuve. Pero no he sabido nada desde hace dos días. Esa zona está más jodida de lo que dicen en las noticias, Abril. No sé si lo entiendes.

—Sí lo entiendo. Más de lo que crees.

Lo dijo sin levantar la voz. Luego bajó la mirada, guardó su grabadora y se marchó sin despedirse.

Aferraba su libreta con fuerza mientras salía del hospital. Afuera, la lluvia había cesado. Pero el cielo seguía igual de gris.

Por dentro, sentía que había comenzado otra guerra. Una más íntima, más compleja.
Y esta vez, no sabía si saldría viva.

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