Entre Ruinas y Latidos/Capítulo 3

 CAPÍTULO 3: Ruido de fondo



El estruendo fue lo primero. Una onda sorda que le cruzó el pecho como un golpe de martillo y luego lo empujó al suelo. No fue una explosión cercana, pero sí lo bastante poderosa como para hacer temblar los cimientos de la estructura donde se encontraba.

Damián se cubrió la cabeza, la mandíbula apretada, los dientes chocando entre sí por la vibración. A su alrededor, el polvo descendía como una nevada sucia. Alguien gritó su nombre. O creyó oírlo. En la guerra, el sonido llegaba tarde. O nunca.

Cuando el silencio se impuso otra vez, el mundo parecía un eco lejano. Se incorporó a medias, con el corazón acelerado, los oídos zumbando, y el sabor metálico del miedo en la lengua.

—¡Está bien, está bien! —dijo una voz, probablemente Emil, uno de los enfermeros locales. Le ayudó a levantarse y arrastrarse tras un pilar de concreto agrietado.

Estaban en lo que alguna vez fue una escuela. Ahora, el aula servía de puesto médico improvisado. Afuera, la línea de fuego estaba a menos de un kilómetro. La radio había dejado de emitir hacía horas. Solo se escuchaban los tiros lejanos y, cada tanto, el gemido de un dron en lo alto.

Damián se tocó la sien. Sangraba, poco. Una esquirla superficial. Pero suficiente para recordarle que estaba vivo. Y que la muerte, como siempre, andaba cerca.


A veces pensaba que el silencio era peor que el sonido.

Porque el silencio cargaba con todo lo que no se decía. Con los muertos que nadie nombraba. Con los gritos ahogados por la costumbre. Con las preguntas que no se hacían para no tener que enfrentarse a las respuestas.

Había aprendido eso el segundo día que llegó al frente, meses atrás. Cuando ayudó a sacar a un niño de los escombros. El niño no lloraba. No hablaba. Solo lo miraba, como si supiera algo que él no.

Y ahora, cada vez que cerraba los ojos, veía esos mismos ojos. Callados. Inocentes y rotos.


—¿Damián? —dijo Emil, de nuevo—. Necesitamos manos en la otra sala. El chico con el pulmón colapsado volvió a escupir sangre.

Asintió. Se obligó a moverse.

El dolor en la cabeza era un tambor sordo. Pero peor era el otro dolor, el que no sangraba.

Desde que dejó la estación, no había pasado una hora sin pensar en Abril. En la forma en que ella sostenía la grabadora, como si fuera su escudo. En su voz contenida. En la forma en que se quedó parada, sola, mientras el tren se alejaba.

Y en lo que no se dijeron.

Mientras lavaba sus manos con agua casi congelada y preparaba el equipo para una intubación improvisada, su mente viajaba —rápida, involuntaria— a otro tiempo. A otra guerra.


Hace dos años. París.

Ambos estaban sentados en un café que resistía a la gentrificación. Llovía con suavidad. Abril sostenía una copa de vino barato y hablaba de una niña siria que había conocido en un campo de refugiados. Damián la escuchaba como si cada palabra suya revelara una parte secreta del mundo.

—A veces creo que lo único que nos salva —dijo ella— es tener a alguien que escuche. Aunque no pueda hacer nada.

Damián la miró. Pensó en decirle que él siempre iba a escucharla. Pero no lo hizo.

Y eso fue todo.

Después, ella partió a cubrir disturbios en el norte de África. Él fue llamado por una ONG médica al Cáucaso. Se perdieron. Se reencontraron. Se perdieron otra vez.

Como dos planetas que giraban cerca, pero nunca en órbita exacta.


De regreso en la escuela bombardeada, el chico con el pulmón colapsado jadeaba en una camilla cubierta con plásticos. Tenía quince años. Su pecho se movía con dificultad, como si respirar fuera un esfuerzo absurdo.

Damián le sostuvo la mano mientras Emil lo entubaba con rapidez. No sabía su nombre. Solo sabía que sangraba por dentro. Y que probablemente no sobreviviría la noche.

—Va a estar bien, pequeño —le susurró, aunque sabía que no era cierto.

Cuando terminó, salió al patio. Se sentó contra un muro y encendió un cigarrillo que encontró en su chaqueta. No fumaba desde hacía meses. Pero la guerra no respetaba los hábitos. Ni las promesas.

La libreta de Abril seguía en su mochila. No se atrevía a leerla aún. Era como si abrirla significara cruzar un umbral que no podría desandar. Como si cada palabra suya —ella tan precisa, tan honesta— fuera a desmoronar lo poco que le quedaba en pie por dentro.

Cerró los ojos. El sol, pálido y helado, caía sobre los restos del patio. El humo del cigarro subía recto. No había viento.

Solo silencio. Un silencio que dolía más que cualquier estallido.

Porque ese silencio llevaba su voz, su risa, su ausencia.

Y en medio de tanto ruido de fondo —bombas, gritos, jadeos—, lo único que deseaba era una palabra de ella.

Solo una.

La noche cayó sin anuncio. Allí, en la zona de contención, el día se extinguía sin crepúsculo, sin belleza. Solo un descenso brusco en la temperatura y una oscuridad densa, llena de murmullos y formas inciertas.

Damián intentó dormir sobre una colchoneta raída, en lo que antes fue el despacho del director escolar. Pero su cuerpo no encontraba descanso. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver sangre. El chico del pulmón colapsado murió una hora después. No lloró. No dijo nada. Solo se apagó como una llama sin oxígeno.

El silencio que siguió fue aún más brutal.

Damián se sentó, los pies descalzos en el suelo frío. Afuera, los disparos eran más esporádicos, pero más cercanos. Eso siempre era mala señal. El enemigo no se anunciaba con ráfagas: lo hacía con pausas. Como quien respira antes de saltar.

Abrió su mochila en la penumbra. Las manos le temblaban. Sacó la libreta de Abril.

Por un segundo, dudó.

Pero el silencio ya le había quitado demasiado.

La abrió.

La primera página tenía su letra redonda, clara. Unas palabras escritas como quien lanza una bengala:

“Hay verdades que solo se entienden en voz baja. O en el silencio absoluto.”

Pasó la página. Más frases. Observaciones. Reflexiones sueltas.

“La guerra comienza mucho antes del primer disparo.”

“¿Dónde termina el amor cuando empieza el miedo?”

“No sé si quiero que vuelvas, o que nunca te vayas.”

Damián cerró el cuaderno de golpe. Le ardían los ojos. Y no era por el polvo.

Estaba tan absorto que no escuchó el primer impacto.

El segundo sacudió la tierra como un latigazo.

El tercer estallido fue dentro del edificio.

La onda expansiva lo arrojó contra la pared. El crujido de su hombro derecho fue lo último que sintió antes de que todo se tiñera de gris.


Despertó con la cara pegada al suelo, cubierto de polvo, el oído zumbando como si llevara el mar dentro. El brazo derecho colgaba como trapo muerto. La sangre le corría por el cuello. Le costó entender qué había pasado.

Emil gritaba desde otro cuarto. Había fuego. Gritos.

Intentó moverse. El dolor fue inmediato, seco, eléctrico.

El techo sobre él parecía ceder, pero no se caía. Damián se arrastró con el cuerpo, la pierna izquierda también herida, aunque no sabía dónde. Cada movimiento le robaba el aliento, pero no se detuvo.

En un rincón del pasillo, vio a una joven médica que había conocido esa misma mañana. Estaba sentada contra la pared, la mirada perdida, con un trozo de concreto sobre las piernas. No lloraba. Ni hablaba.

—¿Estás viva? —susurró él, acercándose con esfuerzo.

Ella parpadeó. Lentamente.

—Sí… creo…

Se arrastró hasta ella. Le tomó la mano. Quiso decirle que todo iba a estar bien, pero no pudo. No quería mentir. En cambio, simplemente se quedó allí, sosteniéndola. Compartiendo ese instante de miedo y vida.

Así los encontraron, minutos después, cuando los refuerzos llegaron. Un periodista gráfico —que luego sabría se llamaba Mateo— tomó una foto. En ella, Damián sangraba, sucio, destruido, pero con los ojos fijos en los de la muchacha, como si solo ese gesto bastara para no desmoronarse.

La foto daría la vuelta al mundo semanas después. Pero él no la vería hasta mucho más tarde.

Porque en ese momento, mientras lo subían a una ambulancia improvisada y el dolor se abría como un cuchillo nuevo dentro del cuerpo, solo pensaba en una cosa.

En ella.

En Abril.

En lo que no le había dicho.
En lo que ahora tal vez nunca podría decirle.

Y, más que el dolor, más que la herida abierta, más que la idea de la muerte, lo que más le dolía era el silencio.

Ese maldito, inmenso silencio que lo había acompañado desde que partió.

Y que ahora… lo envolvía entero.

Publicar un comentario

Copyright © NSVIDE. Designed by OddThemes