Entre Ruinas y Latidos/Capítulo 5

CAPÍTULO 5: Crónica de un regreso


Cuando lo vio bajar del vehículo oficial, no lo reconoció de inmediato.

Llevaba una chaqueta militar prestada, el brazo derecho en cabestrillo, una cicatriz reciente bordeándole la ceja. Caminaba con la torpeza de quien ha tenido que volver a aprender a moverse. Su sombra era más larga. Su mirada, más baja. Más espesa.

Damián.

Habían pasado cuarenta y un días desde la estación. Desde el termo de café entre sus manos temblorosas. Desde las palabras no dichas.

Cuarenta y un días que los habían deshecho.

Él la miró solo un segundo antes de bajar la cabeza. Como si no pudiera sostenerla. Como si la recordara en otro lugar, en otro tiempo. Uno que ya no existía.

—Estás viva —dijo ella, apenas audiblemente.

—No sé si eso es verdad todavía —respondió él.

Ella quiso abrazarlo. Quiso. Pero no lo hizo.
Él tampoco.


El reencuentro fue en un cuarto del centro de rehabilitación asignado a civiles en recuperación. Nada personal. Cuatro paredes blancas, una ventana que no abría, y un ventilador que giraba lento como el tiempo.

—¿Cómo fue? —preguntó Abril, al fin.

Damián la miró de reojo. Sonrió, sin alegría.

—Fue como despertarse en un país que no existe. Todo era ruido. Pero el verdadero miedo era cuando no había ningún sonido. Ni disparos. Ni gritos. Solo silencio. Eso es lo que más duele. Lo que no hace ruido.

Ella asintió.

—Te vi en una foto. Con una médica. Pensé que... habías muerto.

—Lo pensé también. Tres veces. Tal vez más.

Pausa.

—Me dolía el cuerpo. Pero más me dolía no haberme despedido de ti.

Esa frase —tan simple, tan hueca de heroísmo— la desarmó más que todas las cicatrices.

—¿Por qué regresaste?

—Porque no tengo a dónde ir. —Se encogió de hombros—. Y porque escuché tu voz. No en la estación. No en una llamada. En mi cabeza. Gritabas. Todo el tiempo.

Ella bajó la mirada. En su pecho, una furia muda se enredaba con la ternura.

—Damián, ¿sabías que Gabriel estaba allá?

Él levantó lentamente los ojos.

—¿Gabriel?

—Mi hermano. Tenía un nombre en clave. “Alacrán”.

Un silencio más denso cayó entre ellos. Damián apretó los labios.

—Sí. Lo conocí.

—¿Y?

—No era como tú lo recordabas. No era el hermano amable. Era un hombre frío, eficiente, perfectamente adaptado a la guerra. Pero... no era cruel. Era otra cosa. Como si ya no supiera cómo volver.

Abril sintió que una parte de ella se rompía.

—Él fue parte de las operaciones. De las decisiones que mataron a niños. A mujeres. Tal vez a ti.

—Lo sé. —Damián hizo una pausa—. Pero también salvó mi vida. Cuando el edificio colapsó, fue él quien me sacó. No me habló. No me reconoció. Solo me arrastró afuera... y desapareció.

Abril se llevó las manos al rostro. Lágrimas calientes le quemaban los ojos.
Nada encajaba. Ninguna historia cerraba.


—Yo quería... —dijo ella, entre sollozos— quería que este reencuentro significara algo. Que tú volvieras y que todo tuviera sentido. Que el amor bastara.

—Abril... —Damián se acercó, con esfuerzo—. No somos los mismos. Yo... tengo imágenes que no puedo borrar. Gritos que no puedo traducir. Y tú tienes un pasado lleno de secretos que ni tú sabías.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—No lo sé.

Se miraron. Unos segundos. Largos. Eternos.

—Pero estoy aquí —dijo él.

—¿Y por cuánto?

Damián no respondió.

Porque la verdad era que no sabía.
Porque en las guerras, incluso las del corazón, no hay treguas duraderas.
Solo breves silencios. Momentos de respiro. Como este.

Un reencuentro que no sabía si era un comienzo, o un adiós disfrazado.

Abril regresó esa noche al departamento que apenas habitaba. Desde que volvió de casa de su madre, había dormido poco, vivido menos, y sentido demasiado. Llevaba días con la grabadora sin batería y la libreta sin tinta.

Sobre la mesa, el termo seguía ahí, con la tapa mal cerrada. Lo había lavado, sí, pero aún le parecía sentir el aroma del café frío del día que Damián partió.

Ese mismo día en que se dijeron tan poco y se dejaron tanto.

Se sentó, cansada, frente a la ventana. El vidrio devolvía su reflejo, pero más viejo. Más solo.

Entonces sonó el timbre.

Era una enfermera. Una de las pocas que había visto cuando visitó a Damián en rehabilitación. Sostenía un sobre.

—Me pidió que se lo entregara si no volvía mañana. Me dijo que entendería.

Abril lo tomó sin abrirlo de inmediato. No preguntó. No hizo falta.

Cuando la puerta se cerró, el mundo se volvió más estrecho.


La carta tenía fecha de dos semanas atrás.

Abril:
Si estás leyendo esto, es porque no fui capaz de decírtelo en voz alta. No por cobardía. O tal vez sí. Tal vez la guerra me quitó más que piel y sueño. Tal vez me quitó el idioma de las cosas importantes.

Quise escribirte tantas veces desde allá. Pero no sabía cómo hablarte sin que las palabras dolieran. Sin que el recuerdo de tu risa me partiera en dos.

Hay algo que nunca te dije: la noche antes de partir, pensé en quedarme. Pensé en no subir a ese tren. Pero había algo más fuerte que yo. Algo que se parecía a ti, pero no eras tú. Era tu fuerza. Esa que no se detiene ante el miedo. Quise ser digno de eso. De ti. Y fracasé.

No te imaginas lo que vi, Abril. Lo que escuché. Lo que tuve que hacer. Hay cosas que no podré contarte nunca. Pero quiero que sepas esto: tu hermano me salvó. No como se salva a un amigo. Como se paga una deuda. Él sabía quién era yo. Y aún así, me sacó de entre los escombros. No dijo mi nombre. Pero me miró. Como quien quiere borrar un pasado. O escribir uno nuevo.

Perdón por no regresar antes. Perdón si ya no soy el mismo. Si lo que te traigo ahora no es amor, sino algo más triste: un espejo roto de lo que fuimos.

D.

Abril leyó la carta dos veces. Luego la dejó sobre el termo, como si una cosa perteneciera a la otra. Como si esa mañana en la estación todavía no hubiera terminado.


Al día siguiente, volvió al centro de rehabilitación. La habitación estaba vacía.

Un enfermero le dijo que Damián había pedido el alta voluntaria al amanecer. No dijo a dónde iba. Solo dejó un objeto sobre la almohada.

Era la grabadora de Abril.

Cuando la encendió, solo había un archivo.

La voz de Damián, ronca, grabada con esfuerzo.

“¿Qué se hace con un amor que no cabe en el cuerpo?
¿Se guarda? ¿Se quema?
¿Se deja libre como si nunca hubiera dolido?”

“No estoy huyendo. Solo estoy tratando de no arrastrarte a mi sombra.”

“Pero si algún día decides buscarme... busca donde el silencio tenga forma de montaña. Allí estaré.”


Abril cerró los ojos. La guerra había terminado para él. Pero para ella apenas empezaba.

No con bombas. Sino con preguntas.
Con fragmentos.
Con recuerdos que ya no encajaban.

La reconstrucción era imposible.
Pero no el movimiento.
Y ella, como siempre, eligió caminar.

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