CAPÍTULO 4: Heridas que regresan
El amanecer aún no despuntaba por completo cuando Alma salió de su casa. Llevaba una mochila ligera, una sudadera y el corazón apretado. Necesitaba aire. Necesitaba silencio. Necesitaba pensar sin sentir el peso del apellido Moretti persiguiéndola.
Tomó el sendero de piedra que subía hacia la vieja torre del faro, un lugar que pocos visitaban desde que quedó en desuso. Para Alma, ese sitio siempre había sido un refugio.
Una grieta del mundo donde el tiempo parecía detenerse.
Pero cuando llegó a la cima de la colina, se quedó congelada.
Elian estaba allí.
De pie, con las manos en los bolsillos, mirando el mar como si buscara en él una respuesta que jamás llegaría.
Alma sintió un golpe de nervio en el pecho.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con más brusquedad de la que quería.
Elian se dio la vuelta. Su expresión era suave, cansada… sincera.
—Vengo aquí desde niño cuando no puedo pensar —respondió—. ¿Y tú?
—Yo… igual.
Se quedaron en silencio.
Silencio que dolía.
Silencio que pedía a gritos romperse.
Finalmente, Elian dio dos pasos hacia ella.
—Alma… ayer te fuiste como si hubiera hecho algo imperdonable. Y no sé qué fue.
Ella bajó la mirada, tragando la verdad que ardía en su garganta.
—No es algo que tú hayas hecho, Elian. Es algo de… antes.
—Entonces explícame —pidió él, suave, casi con miedo.
Ella negó despacio.
—No puedo. No todavía.
Él respiró hondo, como si estuviera conteniendo palabras que no sabía cómo ordenar.
—Entonces al menos déjame estar aquí contigo —dijo.
Y Alma, cansada de correr, cansada de huir de sí misma, simplemente asintió.
Subieron juntos la escalera oxidada del faro. Dentro, el eco de sus pasos resonaba como un presagio. La luz entraba por la cúpula de cristal rota, iluminando el polvo suspendido en el aire.
—Este lugar siempre me dio paz —comentó Elian, apoyándose contra la baranda circular—. Con mi familia… nada es tranquilo. Nunca.
Alma lo miró de reojo.
—¿Tan malo es?
Él dejó escapar una risa sin humor.
—Mi padre quiere que sea su copia exacta. Su heredero perfecto. Su orgullo. Pero yo… —hizo una pausa larga— yo no quiero ser como él.
Esa confesión derritió algo dentro de Alma.
Él tampoco encaja en su mundo, pensó.
Ella tampoco encajaba en el suyo.
—¿Qué quieres ser tú? —preguntó ella.
Elian tardó en responder.
—Libre —susurró.
La palabra era pequeña, pero en su voz sonó como una plegaria.
Y Alma lo entendió demasiado bien.
—Yo quiero lo mismo —admitió—. No depender de lo que otros hicieron antes que yo. No cargar culpas que no son mías.
Elian frunció el ceño, como si esa frase encendiera una alarma interna.
—¿Culpa? ¿Tu familia…? ¿Mis padres tienen algo que ver?
Alma inhaló bruscamente, arrepintiéndose al instante.
—No tendría que haber dicho eso…
—Alma —insistió Elian—, si algo pasó entre nuestras familias, quiero saberlo. Quiero entenderlo. No quiero que lo que hicieron otros nos afecte a nosotros.
A nosotros.
Ese “nosotros” la atravesó.
Era la primera vez que él lo decía así.
Como si existiera algo entre ellos que mereciera ser defendido.
Ella abrió la boca para responder, pero un destello llamó su atención.
En un rincón del faro, entre tablas rotas, había un pequeño cofre de metal, oxidado por el tiempo. Quizá lo había traído la marea. Quizá pertenecía a algún guardián del faro de décadas atrás.
—¿Siempre estuvo eso ahí? —preguntó Alma.
—No lo sé —dijo Elian, acercándose.
Ambos se agacharon. El cofre tenía candado, pero el metal era viejo; bastó un golpe firme para que cediera. Dentro había papeles húmedos, fotografías antiguas y una carta protegida por un sobre grueso.
Alma la tomó con manos temblorosas.
Había un nombre escrito con tinta corrida:
“Para Lucía Rivera.”
El apellido de Alma.
Su respiración se detuvo.
Elian la miró, sorprendido.
—¿Tu madre?
Alma abrió el sobre. Dentro había una foto en blanco y negro:
Su madre, años más joven, sonriendo…
y a su lado, un hombre que Alma reconoció al instante.
El padre de Elian.
El corazón se le desplomó.
Las piernas le temblaron.
Elian se quedó pálido.
—Eso… no puede ser —murmuró él, arrebatado entre incredulidad y angustia.
Alma buscó la carta dentro del sobre.
Sus manos temblaban demasiado para desenrollarla, así que Elian la ayudó.
El papel crujió como un susurro antiguo.
Comenzaron a leerla, juntos, hombro con hombro.
Y lo que decía adentro…
cambiaría todo.
No solo su historia.
Sino la de sus familias.
Alma tragó aire con dificultad.
Elian sintió el mundo desmoronarse bajo sus pies.
Aquella carta, escrita muchos años atrás, relataba un romance oculto, una traición y un pacto roto que había marcado a sus familias en silencio…
y que ahora regresaba para alcanzarlos a ellos.
Alma dio un paso atrás, como si la verdad la hubiera quemado.
Elian, en cambio, dio un paso adelante.
—No dejemos que esto… nos destruya —susurró él.
Pero Alma ya sabía que las heridas heredadas no siempre permitían elecciones.
Y ese fue el momento exacto en que ambos entendieron que estaban entrando en un territorio del que no habría vuelta atrás.
La carta temblaba entre los dedos de Elian.
Alma no podía apartar la mirada: era como ver un fantasma leer su propia historia.
Él respiró hondo y comenzó a leer en silencio, pero la gravedad de su expresión obligó a Alma a pedir:
—Léela… en voz alta.
Elian asintió, tragando amargo.
Comenzó:
“Lucía:
Si estás leyendo esto, es porque no pude tener el valor de enfrentar la verdad.
Te debo una disculpa. Y más que eso: una explicación.”
Elian levantó brevemente la vista hacia Alma, esperando quizá detenerse.
Pero ella lo animó con un gesto pequeño, aunque sus ojos ya se estaban empañando.
Él continuó:
“Aquel verano en que nos conocimos en el faro… nada de lo que sentí fue mentira.
Pero mis padres descubrieron lo nuestro.
Me obligaron a alejarme. Dijeron que tu familia no era ‘digna’, que no podía manchar el apellido Moretti.”
Alma sintió cómo una punzada de rabia le subía por el pecho.
Las palabras parecían escritas ayer, no hace décadas.
Elian siguió leyendo:
“Quise ir contigo. Escapar. Construir algo nuestro.
Pero mi padre amenazó con arruinar a tu familia si daba un paso más.
Y yo… fui cobarde.”
Las lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Alma, lentas, silenciosas.
Elian quería tocarla, consolarla, pero no estaba seguro de tener derecho.
La carta continuaba:
“Te dejé sola porque creí que así te protegería.
Pero esa decisión nos destruyó a ambos.
Y sé que también marcó a tu hogar, aunque prometí guardar silencio para siempre.”
Elian apretó la mandíbula al leer esas palabras.
Alma bajó la cabeza.
“Marcó a tu hogar”.
Claro que sí: su madre había cambiado después de aquello.
Se volvió más estricta, más temerosa, más frágil.
Y Alma siempre sintió que había un vacío en su historia que nadie se atrevía a contarle.
Elian terminó de leer:
“Ojalá pudieras perdonarme algún día.
Ojalá el mar que nos unió no se convierta en la tumba de todo lo que fuimos.”
Cuando terminó, dejó la carta sobre sus rodillas.
El faro parecía guardar su propio silencio luctuoso.
Alma fue la primera en hablar, con la voz rota:
—Mi madre… nunca lo superó. Nunca habló de ningún Moretti. Ahora lo entiendo.
Elian sintió un golpe de culpa que no era suyo, pero igual lo atravesaba.
—Alma… yo no sabía nada. Te lo juro.
—Lo sé —susurró ella—. Pero esto… cambia todo.
Él dio un paso hacia ella.
—No tiene por qué separarnos.
Ella levantó la mirada, con dolor y lucidez.
—¿Estás seguro? Porque tu apellido destruyó a mi madre. Y mi familia se rompió por decisiones que no tomé.
Elian sintió que esas palabras lo desgarraban.
Quiso replicar, decir algo que detuviera el derrumbe.
Pero Alma levantó la carta.
—Tu padre la chantajeó para que te apartaras de ella —dijo, sin suavidad—. ¿Qué crees que haría cuando se entere de que tú…? —se detuvo, avergonzada de pronunciar lo obvio— de que nosotros… estamos acercándonos.
Elian cerró los ojos un instante.
—No soy mi padre.
—Pero eres un Moretti —respondió Alma con un hilo de voz.
Ese apellido era una frontera.
Una herencia rota.
Una sombra que caía sobre ellos sin pedir permiso.
Elian se acercó finalmente, más arriesgado que antes, y tomó las manos de Alma.
Ella no se apartó, pero tampoco lo miró directamente.
—Alma… no dejemos que sus errores se conviertan en nuestros —susurró—. Déjame demostrarte que puedo elegir algo distinto.
Ella respiró hondo. Muy hondo.
—Lo quiero creer —admitió—. De verdad lo quiero.
Pero tengo miedo.
Elian apoyó su frente contra la de ella, cerrando los ojos.
Un gesto íntimo, vulnerable.
Un puente entre sus mundos fracturados.
—Yo también tengo miedo —confesó él—. Pero prefiero tenerlo contigo, que vivir toda mi vida obedeciendo un apellido.
Alma sintió un latido distinto en su pecho.
Uno que le decía tal vez.
Uno que le decía no huyas.
Pero el eco de la carta seguía ardiendo.
—Necesito tiempo —murmuró.
Elian asintió, aunque doliera.
—Lo que necesites. Solo… no te alejes demasiado.
Ella no prometió nada.
Porque no estaba segura de poder cumplirlo.
Bajaron del faro en silencio, llevando en las manos una verdad que no habían buscado.
La carta volvía a brillar dentro del cofre como un faro oscuro.
Un recordatorio de que, aunque ellos apenas estaban comenzando, sus familias ya habían quemado esa historia una vez.
Y la pregunta inevitable era:
¿Estaban destinados a repetirla…
o a romper el ciclo?


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