Mar de secretos/Capitulo 5

 CAPÍTULO 5: El corazón en disputa


La noticia viajó rápido.
Demasiado rápido.

Apenas unas horas después de encontrar la carta en el faro, Alma notó miradas extrañas en el pueblo: susurros cortados cuando ella pasaba, señoras deteniendo conversaciones abruptamente, pescadores intercambiando gestos que no sabía descifrar.

No entendía por qué.

Hasta que llegó a la cafetería familiar.

Su madre estaba sentada en la mesa del fondo, con la carta abierta frente a ella. Su rostro era una mezcla de furia, vergüenza y dolor antiguo que nunca había querido mostrar.

—¿Dónde encontraste esto? —preguntó Lucía, sin preámbulos.

Alma sintió un frío al escuchar su tono.

—En el faro. No sabía… yo no tenía idea…

Lucía apretó la carta contra su pecho, como si quisiera romperla o protegerla.

—Ese hombre prometió jamás decir una palabra —susurró—. Prometió dejar todo enterrado.

—No fue él —dijo Alma con la voz temblorosa—. Fue un hallazgo. Un accidente.

Lucía cerró los ojos, vencida por un cansancio que parecía de décadas.

—Hay verdades que no deben salir a la luz, Alma. No ahora. No jamás.

Pero el daño ya estaba hecho.
Eso ambas lo sabían.


Mientras tanto, al otro lado del pueblo, la mansión Moretti estaba en estado de guerra.

Elian entró a la sala principal justo cuando su padre terminaba de gritarle a un asesor.

—¡¿Cómo demonios se filtró esto?! ¡¿Quién tuvo acceso a esos documentos?!

Cuando Elian escuchó “documentos”, supo que la tormenta ya había estallado.

Su padre lo vio y su rostro se endureció aún más.

—Así que es cierto —escupió—. Estabas con esa chica.

Elian abrió la boca para defenderla, pero el padre le levantó la mano, ordenando silencio.

—La historia se repite. Exactamente como con su madre. ¿Qué clase de estupidez estás cometiendo?

—No es una estupidez —respondió Elian, firme—. Alma no tiene la culpa de lo que ustedes hicieron.

Un silencio helado cayó en la habitación.

Su padre se levantó con una calma aún más peligrosa.

—A veces me pregunto si eres realmente un Moretti —dijo con un tono casi clínico—. Porque lo que estás demostrando aquí es debilidad.

Elian lo miró con rabia contenida.

—Si defender a alguien que quiero es debilidad, entonces no quiero ser fuerte como tú.

El golpe no fue físico, pero se sintió igual de violento.

Su padre inhaló lentamente.

—Muy bien.
Si no quieres obedecer, te daré razones para hacerlo.
Te enviaré a la capital. Un año. Estudios avanzados. Internado privado. Sin distracciones. Sin… errores.

Elian sintió cómo el aire se le escapaba.

—No puedes obligarme.

—Oh, sí puedo —respondió su padre con una sonrisa fría—. Y lo haré.


Esa misma tarde, Alma se encontró con él detrás de la biblioteca municipal, donde solían reunirse sin que los vieran.

Elian llegó desesperado, con un nudo en la garganta.
Alma, con miedo contenida.

—Van a mandarme fuera —soltó él, sin rodeos.

Alma quedó paralizada.

—¿Cuándo?

—En una semana. Tal vez menos.

Los ojos de ambos se encontraron, cargados de una mezcla dolorosa: deseo, rabia, impotencia.

Alma abrazó sus brazos, como si intentara sostenerse.

—Tu familia siempre va a ganar, Elian —susurró—. No importa cuánto luchemos.

—No —respondió él, acercándose—. No esta vez.

Pero Alma dio un paso atrás.
Ese gesto le dolió más que cualquier grito.

—No puedo contigo si eso significa destruir a mi madre de nuevo —dijo—. Ella ya vivió esto una vez.

—Yo no soy mi padre —repitió él, pero su voz tembló.

—Y yo no soy mi madre —respondió Alma—. No voy a permitir que se repita su historia.

Elian sintió un quiebre interno.

—Entonces… ¿me estás alejando tú? —preguntó, herido.

Alma apretó los labios para no llorar.

—No quiero.
Pero tampoco puedo ser la razón por la que arruinen tu vida… o la mía.

Esa frase fue el comienzo del derrumbe.


El escándalo se desató esa misma noche.

Un blog local publicó una entrada titulada:

“El romance prohibido que une —y divide— al legado Moretti.”

Incluía una fotografía digitalizada de la carta original.
Y otra foto antigua donde salían la madre de Alma y el padre de Elian.

El pueblo entero ardió.

Los clientes murmuraban.
Los vecinos señalaban.
Los Moretti enviaron amenazas legales.

Y en medio de todo, Alma y Elian se sintieron más solos que nunca.


Se encontraron una última vez, sin planearlo, bajo el muelle donde habían hablado semanas atrás.

Elian estaba sentado en la orilla, con el rostro entre las manos.
Alma se acercó despacio, con la sensación de que sus pasos la llevaban a un adiós.

Él la oyó.
Levantó la mirada, roja y cansada.

—Alma, no quiero perderte —dijo.

Ella sintió que las palabras la desarmaban.
Pero no podía sostener algo que se desmoronaba por todos lados.

—Yo tampoco, Elian —respondió con sinceridad—. Pero esto… esto nos está tragando vivos.

Él se puso de pie, acercándose demasiado.

—Entonces peleemos juntos.

Ella negó, con lágrimas cayendo.

—Estamos peleando contra fantasmas que no elegimos.
Y yo… —su voz se quebró— yo no soy suficiente para romper tu mundo. Y tú no puedes cargar el mío.

Y ahí, sin gritos, sin insultos, sin dramatismos, se produjo la ruptura más dolorosa:

Un silencio.
Una distancia.
Una renuncia involuntaria.

Ambos retrocedieron un paso.
Luego otro.
Como si el viento los alejara.

Y cuando Alma se dio la vuelta, Elian sintió que algo dentro de él se despedazaba.

Porque perderla… dolía más que cualquier castigo de su padre.

Y Alma, mientras caminaba lejos de él, entendió que ese amor que apenas empezaba… ya estaba condenado por un pasado que no era suyo.

Pero aun así, dolía perderlo.
Dolía demasiado.

Los días siguientes fueron una guerra silenciosa.

No hubo peleas.
No hubo mensajes.
No hubo intentos de arreglar nada.

Solo un vacío que se ensanchaba.

Alma regresó a la cafetería familiar intentando actuar como si nada hubiera cambiado, pero cada vez que sonaba la campanilla de la puerta, su corazón se detenía por un segundo, esperando —temiendo— que fuera Elian.

Nunca lo era.

En el fondo sabía que él estaba cumpliendo su palabra: darle tiempo.
Darle espacio.
Pero ese espacio se convertía en un abismo.

Su madre, en cambio, evitaba hablar del tema por completo.
No mencionaba la carta, ni el pasado, ni los Moretti, como si borrar las palabras bastara para borrar la herida.

Pero una tarde, mientras limpiaban la trastienda, Alma reunió valor.

—Mamá… ¿lo amaste? —preguntó, con un hilo de voz.

Lucía se detuvo.
El paño cayó de sus manos.

—Fue hace mucho, Alma —respondió, mirando el suelo—. No deberíamos revolver ese dolor.

—Pero lo hiciste —dijo Alma—. Y ahora yo estoy pagando el precio.

Lucía levantó la mirada, sorprendida por la dureza en el tono de su hija.

—Yo nunca quise que te lastimaran —susurró.

—Entonces dime la verdad.

Lucía cerró los ojos.
Su silencio fue la respuesta más sincera que Alma podía recibir.


Mientras tanto, en la mansión Moretti, Elian vivía su propio infierno.

Su padre había ordenado preparar su traslado a la capital.
Documentos firmados.
Habitación asignada.
Fecha fijada.

Quedaban cinco días.

Elian trataba de actuar con normalidad, pero cada esquina de la casa le recordaba que estaba atrapado en una jaula con apellido dorado.

Su madre, más silenciosa que de costumbre, se acercó una noche mientras él empacaba.

—No tienes que aceptar esto si no quieres —dijo ella, en voz baja.

Elian dejó caer una camisa sobre la cama y la miró, incrédulo.

—¿Tú también crees que Alma es un error?

La madre suspiró.

—No.
Creo que tu padre tiene miedo de perder control.
Y cuando teme… destruye lo que no puede manejar.

—Entonces detenlo —exigió Elian.

Ella lo sostuvo de los hombros, con una tristeza vieja.

—No puedo.
Hace años que ya no puedo.

Elian apartó la mirada.
Ese “hace años” tenía el sabor de la carta del faro.


En el pueblo, el escándalo seguía creciendo.

El blog local publicó una segunda entrada:
“El pasado prohibido que podría repetirse.”

Grupos de vecinos murmuraban:
—La hija de Lucía con un Moretti…
—Igual que su madre.
—Esto traerá problemas.

Y los más jóvenes cuchicheaban:

—¿Viste cuando se miran?
—Es obvio que se gustan.
—Pero ahora ya fue.

Esa presión invisible aplastaba a ambos.


Una tarde, Alma decidió caminar por el muelle buscando algo de paz.
La brisa era fresca.
El agua estaba tranquila.

Hasta que escuchó una voz a su derecha.

—¿Ya no lo ves?

Era Mía, su amiga de la infancia.

—No —respondió Alma con honestidad—. Y creo que es mejor así.

—¿Mejor? —Mía arqueó una ceja—. Alma, desde que dejaste de hablar con él estás apagada. Como si te hubieran bajado el brillo.

Alma sintió un nudo en la garganta.

—No puedo estar con él. Sus padres nunca lo permitirán. Mi madre tampoco. El pueblo está encima. Todo está en contra.

—¿Y tú? —preguntó Mía—. ¿Qué quieres tú?

Alma no supo responder.


En esos mismos momentos, Elian estaba sentado en su auto frente al muelle, observándola desde lejos.
Había ido a buscarla varias veces, pero siempre retrocedía al verla.

No quería empeorar las cosas.
No quería presionarla.

Pero verla así, sola, con la mirada perdida en el horizonte, le rompía algo más que el corazón: le rompía la identidad.

¿Quién era él si no podía elegir a quién querer?

Tomó aire, decidido a bajar del coche y caminar hacia ella.

Puso la mano en la manija.

La levantó.

Pero la bajó.

No pudo.

No era cobardía.
Era respeto.
Y miedo de empujarla a un abismo que ya los estaba devorando.


Esa noche, el rumor final llegó:

La carta había sido copiada y enviada a un medio regional.
El escándalo ya no era local.
Era público.

Y las dos familias quedaron expuestas.

La de Elian, humillada.
La de Alma, juzgada.

El teléfono del café no dejó de sonar.
La mansión Moretti cerró sus puertas.
El pueblo se dividió en bandos.
Y la historia de Lucía y el padre de Elian revivió como una herida sangrante.

Alma lloró en silencio en su habitación.
Elian golpeó la pared de la suya hasta que los nudillos se le pusieron rojos.

Ambos estaban rotos.
Separados.
Perdidos.

Pero había una verdad que los seguía quemando por dentro:

Dejar de hablarse no significaba dejar de sentir.
Y perderse dolía más que toda la historia que los separaba.

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