Mar de secretos/Capitulo 6

 CAPÍTULO 6: Verdad sin permiso


La mañana en que todo se reveló comenzó con un silencio extraño.

El pueblo amaneció inquieto, como si supiera algo que aún no había sido dicho en voz alta.
Las miradas eran más largas.
Los comentarios, más agudos.
Las puertas, más cerradas.

En el café de Alma, su madre hojeaba el periódico regional con las manos temblando. El titular ocupaba media portada:

“LOS MORETTI Y EL ROMANCE PROHIBIDO DEL PASADO: LA HISTORIA QUE EL PUEBLO OCULTÓ.”

Debajo, una fotografía escaneada de la carta del faro.
La carta que Alma había encontrado.

Lucía apretó las mandíbulas, hundiendo los dedos en el papel hasta arrugarlo.

—Ya está —susurró, con un tono derrotado que Alma jamás había escuchado—. Ya no hay cómo esconderlo.

Alma sintió un escalofrío.

—Mamá… dime la verdad. Toda la verdad —pidió con voz firme.

Su madre respiró hondo, luchando consigo misma.
Finalmente, levantó la mirada.

—Tu padre murió por culpa de ellos.

Alma retrocedió un paso.

—¿Qué… qué estás diciendo?

Lucía apretó el periódico contra su pecho, como un escudo.

—No fue un accidente cualquiera, Alma. Tu padre debía dinero. No mucho, pero suficiente para preocuparlo. Le prometieron ayuda. Una oportunidad. Tuvo que hacer un trabajo… para los Moretti. Algo que no quería.

Alma sintió el suelo tambalearse bajo los pies.

—¿Qué clase de trabajo?

Lucía desvió la mirada, con vergüenza.

—Tu padre no era perfecto. Pero tampoco era un criminal. Aceptó llevar unos documentos, nada más. Pero lo interceptaron, lo confundieron con alguien más… y lo golpearon. Nunca despertó.

Un nudo helado se formó en el estómago de Alma.

—¿Y los Moretti?

—Negaron todo. Se lavaron las manos.
Como siempre —escupió Lucía—. Y yo me quedé sola. Conmigo. Contigo. Y con un silencio que me asfixió durante años.

Alma sintió que algo se rompía dentro de ella.
No un hueso.
No un músculo.

La fe.

La fe en el mundo.
La fe en las personas.
La fe en que ella y Elian podrían escapar del pasado.


Al otro lado del pueblo, en la mansión Moretti, las tensiones explotaban.

El padre de Elian arrojó el mismo periódico sobre la mesa.

—¡Esto es un desastre! ¡Un escándalo vergonzoso!

Elian lo tomó con calma engañosa.

—Tal vez lo que deberías preguntarte —dijo— es por qué siempre hay algo que esconder.

—No empieces —respondió su padre—. Tú no entiendes nada del peso de este apellido.

—Tienes razón —concedió Elian, alzando la voz—. No quiero entenderlo.

Su padre se quedó inmóvil.

—¿Qué estás insinuando?

—Que me voy —declaró Elian, sin temblar—. No a la capital. No al internado. Me voy por mi cuenta.

—¿Y piensas dejarlo todo? ¿Tu futuro?

—Si ese futuro implica ser tu copia, sí —respondió él, firme—. Me largo de este pueblo antes de que terminen de destruirlo todo. Incluyéndome.

Su madre, desde el marco de la puerta, se tapó la boca para contener un sollozo.

—Elian… por favor…

Él la miró con cariño triste.

—Mamá, esto ya no es vida.
No para mí.

Su padre golpeó la mesa.

—¡Si te vas, no vuelvas! ¡Pierdes todo derecho a este nombre!

Elian sonrió con una mezcla de dolor y liberación.

—Eso crees tú. Pero el apellido no te hace familia. Las decisiones sí.

Se dio la vuelta y salió sin mirar atrás.


Esa noche, Alma recibió una carta.
En realidad, una nota pequeña, doblada cuatro veces, que Mía dejó en su ventana.

Era de Elian.

“Voy a irme. No quiero que el peso de mi apellido caiga sobre ti.
Pero antes de irme, necesito verte.
Necesito escucharte.
Necesito saber si debería regresar… o no.”

La letra temblaba.
Como si hubiera sido escrita rápido, o llorando.

Alma sintió que el corazón se le hacía un nudo.

—¿Cuándo? —le preguntó a Mía, desesperada.

—No lo sé. Solo dijo que estará en el faro al amanecer.

El amanecer.
El mismo lugar donde todo comenzó.
Donde encontraron la carta.
Donde sus madres y sus padres habían vivido otro amor roto.

Alma miró la nota una y otra vez.

Quería ir.
Necesitaba ir.

Pero las palabras de su madre resonaban en su cabeza como un tambor lúgubre:

“Tu padre murió por culpa de los Moretti.”

Y la frase la quebró por dentro.

¿Cómo podía enfrentarlo sabiendo eso?
¿Cómo podía verlo a los ojos sin ver, también, la sombra de su padre muerto?

Alma dejó caer la nota sobre su cama, se cubrió el rostro con las manos y lloró en silencio.

Lloró por su padre.
Por su madre.
Por la verdad que nunca pidió.
Y por Elian.

Sobre todo, por Elian.


Pero al día siguiente, al amanecer…

Alma no fue al faro.
No tuvo el valor.
No tuvo las fuerzas.

Mientras tanto, Elian la esperó durante horas, sentado en las escaleras metálicas, con la mirada fija en el horizonte, aferrado a la esperanza como a una cuerda desgastada.

El sol subió.
El viento cambió.
El día avanzó.

Y Alma no llegó.

Elian dejó caer la nota que él mismo había escrito.
La vio volar hacia el mar como un adiós involuntario.

Entonces entendió.

Ella no vendría.
Ella no lo elegía.
Y él… ya no tenía por qué quedarse.

Se levantó, tomó su mochila, respiró profundamente y murmuró:

—Adiós, Alma.

Un adiós que no quería decir.
Un adiós que le arrancó algo del pecho.

Pero se fue.
Con el corazón en disputa.
Con la verdad cortándole el alma.
Y con la sensación devastadora de que todo estaba perdido.

La mañana avanzó sin que Alma pudiera encender el café ni abrir las cortinas.
El mundo afuera parecía un ruido lejano, una vida que no le pertenecía.

Su madre llamó a la puerta.

—Alma, ¿estás bien?

Ella no contestó.

No estaba bien.
No desde que había dejado a Elian esperando en el faro.
Sentía la culpa como una piedra fría en el pecho, pesando más a cada minuto.

Cuando por fin se levantó, encontró el pequeño papel que él le había enviado la noche anterior. La tinta parecía más oscura, como si hubiera absorbido su llanto.

“Necesito saber si debería regresar… o no.”

Alma se llevó una mano a la boca, sintiendo cómo el arrepentimiento le arañaba el alma.

—Soy una cobarde —susurró.


Al mediodía, el pueblo entero murmuraba noticias nuevas.

Mía entró corriendo al café.

—¡Alma! —gritó jadeando—. ¡Tienes que venir conmigo! ¡Es urgente!

—¿Qué pasó?

Mía tragó saliva, nerviosa.

—Es Elian. Su madre… su madre está deshecha. Dice que se fue. Que esta vez de verdad se fue.

Alma sintió que el piso le desaparecía bajo los pies.

—¿Qué… qué quieres decir con “se fue”? ¿Adónde?

Mía negó con la cabeza.

—No lo sé, nadie lo sabe. Solo dejó una nota para sus padres y… —dudó, bajando la voz— y dicen que estuvo en el faro esta mañana. Solo. Mucho tiempo.

La respiración de Alma se cortó.

—Él… me esperó.

Mía la miró con pena.

—Sí.

Y ese “sí” fue la daga final.


Alma corrió.

No pensó.
No respiró.
No escuchó los saludos, las murmullos, ni las miradas curiosas del pueblo.

Solo sabía que tenía que llegar.
A donde fuera.
Al faro.
A la casa de los Moretti.
A la estación.

A cualquier lugar donde él pudiera seguir estando.

Llegó al faro primero.
Las escaleras metálicas seguían frías al tacto, como si guardaran el eco de alguien que había estado allí antes.

El mirador estaba vacío.

Solo encontró un pedazo de papel arrugado atrapado entre las tablas.
Lo tomó con manos temblorosas.

Era su nota.
La que él había dejado caer al darse por vencido.

Una frase rota por la brisa del mar.

“No quiero perderte.”

Alma apretó los labios para no gritar.

Demasiado tarde.
Demasiado tarde.
Todo llegaba cuando ya no servía.


Decidida a no rendirse, bajó las escaleras y corrió hacia la mansión Moretti.
La madre de Elian abrió la puerta con los ojos enrojecidos.

—Señora Moretti… ¿dónde está? —preguntó Alma, sin aliento.

La voz de la mujer tembló.

—Alma, él… él se fue anoche. Dijo que necesitaba aire, distancia. Que este pueblo lo estaba asfixiando.

—¿Se fue solo?

—Sí. Tomó el autobús de las cinco de la mañana.

Alma bajó la cabeza, mordiéndose el labio para no llorar frente a ella.

—Señora, yo… yo debía verlo esta madrugada. Pero no fui.

La madre de Elian le sostuvo la mano con suavidad inesperada.

—Tal vez él vuelva, Alma. Tal vez necesitaba tiempo.

Pero Alma sabía que había otra verdad escondida:
él se había ido no solo por su padre, ni por el escándalo, ni por el apellido…

Se había ido porque ella no estuvo allí.

Y la culpa le quemó los ojos.


Horas después, al regresar al café, Alma encontró un sobre bajo la puerta.
Viejo, arrugado, manchado de sal.

Lo reconoció de inmediato.

La carta del faro.
La misma que había revelado el romance prohibido entre su madre y el padre de Elian.

Pero había algo nuevo dentro.

Una hoja adicional.
Otra carta.
Una que no estaba antes.

La letra era torpe, apurada… pero inconfundible.

Era de Elian.

Alma sintió un vuelco en el estómago mientras la abría.

**“Si lees esto, es porque no nos encontramos.
Y si no nos encontramos… no quiero que creas que me fui por ti.
Me fui por mí.
Porque por primera vez, quiero elegir mi vida.
No la que me obligan a vivir.

Pero si un día decides buscarme…
No importa cuándo.
No importa cómo.
No importa qué haya pasado entre nuestras familias…

Voy a estar esperándote.”**

El papel terminó arrugado entre sus dedos.
Y las lágrimas, finalmente, cayeron.

—Yo también quería elegirte —susurró Alma, quebrándose—. Solo que no supe cómo.

La tarde cayó sobre el pueblo con un silencio extraño.
Un silencio que sabía a despedida.

Pero también, por primera vez…

A promesa.

Publicar un comentario

Copyright © NSVIDE. Designed by OddThemes